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TOMADO DE:  http://www.olimon.org/uan/Guy1.htm

 

REPERCUSIONES DE CORRIENTES Y PENSADORES ESPAÑOLES EN LATINOAMÉRICA
Alan Guy
EL SIGLO DE ORO
(SIGLO XVI Y PRINCIPIOS DEL XVII)

Contrariamente a lo que han afirmado algunos antiguos comentaristas -como Prescott, Klimperer, Ortega y Gasset o Wantock-, el Renacimiento penetró en España tan ampliamente como en otras naciones. Pero éste aquí no tomó casi nunca un matiz antirreligioso; y esto se debió sin duda a los numerosos monjes y prelados que lo acogieron entusiásticamente. No hay que olvidar que Alfonso de Cartagena (1384-1456), un «converso», estudiante de Salamanca, obispo de Burgos, encargado de una misión por el rey Juan II y ápligo del Aretino, fue uno de los primeros en introducir el humanismo en la Península; traductor de Cicerón, Séneca, Quinto Curcio, tuvo como alumnos a Fernán Pérez de Guzmán, distinguido moralista y humanista, al príncipe de Viana, don Carlos de Aragón, heredero de la corte de Navarra, y a tantos otros. Pero, en un principio, los reyes tuvieron aún más parte en esta obra que los eclesiásticos y las universidades, como ya sucedió en el siglo XII. Recordemos que la corte caste­llana de Juan II (1406-1454) envió numerosas comisiones de estudio a Italia y mantuvo una correspondencia continuada con El Aretino. Recordemos también que Bemat Metge fue secretario del Tesoro real de Martín I de Aragón y que Antoni Canals, cuya Escala de contemplació acaba de restituimos Juan Roig Gironella (Barcelona, Fundación Balmesiana, 1975), fue predicador de la misma corte super erudita. Alfonso V (el Magnánimo) retornó la bandera del humanismo, en un principio italiano. Juan 11 y Fernando el Católico o Isabel la Católica siguieron su ejemplo, aunque quizá más tímidamente...
Durante un siglo y medio (el siglo XVI y la primera parte del XVII), el pensamiento hispánico se desarrolló prodigiosamente y hay que afirmar que tanto en filosofía como en literatura, teología, arte y en alta mística, fue este el «Siglo de Oro» de España (¡por cierto tiempo convertida en la Gran España, a través de la anexión de Portugal!). Puede añadirse además que, en este campo de la especulación pura y ético-política, la Hispanidad estuvo entonces a la cabeza del concierto de las naciones más civilizadas. Hauser pronunció la expresión de «preponderancia española». Marcial Solana escribe: «Es el punto culminante de nuestra grandeza filosófica; en él ocupamos, dentro del orden filosófico, el primer puesto, por justo derecho de conquista intelectual ganado en lucha contra los ingenios todos de la tierra, por la ciencia y la sabiduría de los filósofos españoles» […]

LA FILOSOFÍA CRÍTICA
La rebelión contra el magisterio excesivo del aristotelismo y del nominalismo no tardaría en hacerse sentir en España, al igual que en otras partes. Provino sobre todo de los humanistas, aunque se extendió a otros medios. Al parecer, comenzó con Hernando Alonso de Herrera, culminó con Vives y continuó con Fox Morcillo y El Brocense, así como en sus epígonos.

UN GRAN REFORMADOR DEL PENSAMIENTO MODERNO:
JUAN LUIS VIVES (1492-1540)

1. Un humanista exiliado voluntariamente
[…] La protesta más completa y solemne contra el modo tradicional de pensamiento provino de Juan Luis Vives. Nacido en Valencia de una familia judía de conversos que la Inquisición persiguió cruelmente, Vives recibió en su propio lugar natal una educación escolástica rutinaria; muy pronto (1509) marchó a París, para no volver ya más a su patria. Permaneció tres años en la capital francesa, dedicado a la filosofía (sobre todo con los maestros españoles nominalistas), a la retórica, al derecho y a las ciencias, a la vez que se iniciaba en las bellas letras bajo la dirección de Dullaert, cuya biografía escribiría más tarde. Muy unido a los humanistas, dominando con soltura las lenguas clásicas, no tardó en alzarse contra la pedantería y la jerga de los escolásticos de su tiempo, pero sin poner nunca en cuestión el contenido mismo de la Revelación.
En 1512, se trasladó a Brujas, donde residían entonces numerosos españoles; allí conoció a la élite intelectual y religiosa fla­menca (como Craneveldt y Halewyn) y mantuvo correspondencia con Erasmo, Linacre, Tomás Moro, Guillaume Budé,Damián de Gois, Joáo de Barros, etc. Profesor de la Universidad de Lovaina, donde frecuentó a Adriano de Utrecht (el futuro papa Adriano VI), fue preceptor del joven Guillermo de Croy, obispo de Cambrai y después arzobispo de Toledo, y por medio del cual entró en la corte de Carlos V. Tres años más tarde, recibió de la reina de Inglaterra, Catalina de Aragón, el encargo de educar a su hija, María Tudor. Protegido de Wolsey, obtuvo una cátedra en Oxford, donde su renombre alcanzó su punto álgido. Pero el apoyo que prestó a Catalina de Aragón en contra de Enrique VIlI, que quería repudiarIa, le crearía dificultades y fue encarcelado en Londres; liberado, tuvo que regresar a Brujas donde, por lo demás, se había casado en 1524 con una compatriota valenciana, alumna suya. Allí escribió sus últimas obras, entre ellas su monumental tratado De disciplinis (1531) y sus ilustres Diálogos (Exercitatio linguae latinae). Espíritu enciclopédico y uno de los «triunviros del humanismo» (con Erasmo y Budé), Vives puso el dedo en la llaga de la degeneración escolástica; no propuso un sistema, sino un conjunto de puntos de vista constructivos, con vistas a un eclecticismo por venir, su doctrina pedagógica es célebre; sus ideas sociales prefiguran un cierto socialismo; su pacifismo y sus convicciones democráticas hacen de él un humanista plenamente comprometido, cuyas intuiciones iluminaron todo su siglo, mientras que su crítica serena, pero implacable, despejaba el terreno para las conquistas del progreso.

 

2. La revuelta contra la Sorbona
In pseudo-dialecticos (Sélestat, 1520) abria, por así decido, y a pesar de los antecedentes señalados anteriormente, la campaña contra la decadencia de la Escuela. La ignorancia orgullosa de demasiados maestros es ahí estigmatizada, así como su terminología bárbara, su hermetismo, sus constantes paradojas, su confusionismo, su lucro y, por encima de todo, su tiranía mental. «Casi todo lo que se trata en los silogismos, oposiciones, conjunciones, disyunciones y explicaciones de los enunciados, son puros rompecabezas (quaestiones illae divinandi) que por pasatiempo se proponen las mujerzuelas y los mozuelos ociosos» (Opera, ID, p. 40; Obras, trad. Lorenzo Riber, TI, p. 295). Vives atacó a aquellos sofistas, a menudo compatriotas suyos, titulares de las cátedras parisienses), «¡infecundos ingenios y, a mi parecer, nacidos más para la paja y para las algarrobas que para el grano!» (ibid. p. 58). La causa profunda de todo este desorden es el puesto desorbitante concedido a la dialéctica: se había hecho del medio un fin en sí mismo. «Pues la dialéctica es arte que no se aprende por ella misma, sino para que preste su concurso y sus servicios, como quien dice, a las artes restantes» (loc. cit.; trad. L Riber, p. 308).
De este modo, Vives ajusta cuentas con el método de autoridad y demuestra que la obra entera de Aristóteles está llena de errores; así pues, su monopolio es inadmisible. «iSectarios de la verdad, donde quiera que penséis que ésta se encuentra, poneos de su lado!» (Opera, tomo IV, p. 7). Y el maestro valenciano esboza un retrato ideal del perfecto filósofo humanista, es decir, respetuoso de lo real, modesto, imparcial y preocupado por ponerse al servicio del bien público.

3. Una psicología existencial
El De anima et vita (1538) revela el mismo ardor combativo en contra de una psicología metafísica y sustancial, que imponía erradamente el aristotelismo reinante. En vez de interminables raciocinios sobre problemas abstractos y a menudo insolubles, ya sea por trascendentes o mal planteados, propone la práctica de la observación introspectiva y objetiva, el estudio de nuestros estados psíquicos, pero sin dogmatizar nunca. Así, Vives multiplicó las observaciones de experiencia directa respecto a la sensación, la memoría, la imaginación, la asociación de ideas, etc. Admite la existencia en nosotros de semillas de la verdad, anticipaciones presentes desde los primeros contactos con el cosmos y que han de desarrollarse en el curso de nuestra existencia; es sabido hasta qué punto sacaron partido de esta idea la escuela escocesa y más tarde la catalana, en la teoría del «sentido común». La original concepción vivesiana del ingenium, «que conoce con exactitud mayor las cualidades y valores de cada cosa» (Opera, 1, p. 2; trad. L Riber, p. 1.216), es de gran interés, y será retornada y precisada por el médico Huarte. En cuanto a la teoría de las pasiones, inspiró a Descartes, tal como ha señalado Genevieve Rodis-Lewis.

4. La reforma de la pedagogía
Sobre los principios irmovadores de su psicología, Vives edificó toda una pedagogía, en total ruptura con la de la escolástica. El prefacio al De tradendis disciplinis afirma que el saber no debe reservarse para una minoría de hombres, sino que debe dispensarse a todos. «La verdad es accesible a todos» «patet omnibus veritas», Opera, VI, p. 7; trad. L Riber, p. 342). Foster Watson lo ha señalado muy bien: «lo que hay de verdaderamente democrático en el espíritu de Vives es resultado de su insistencia en destacar que el froto de nuestros estudios es su aplicación al bien común" (Vives y sus doctrinas pedagógicas, p. 65). Incomparable precursor de Montaigne, los profesores de Coimbra, Madame de Maintenon, Madame de Rémusat, de Comenius sobre todo, de Locke, Ascham, Mulcaster, los jesuitas, Fénelon y del propio Rousseau, Vives propuso la utilización de la experiencia y la investigación escolar y proscribió los procedimientos a priori, hasta entonces empleados en las escuelas; lejos de cualquier prejuicio didáctico, insistió en la observación minuciosa y respetuosa de los casos individuales de los alumnos. Además, quiso que se pusiera atención no sólo en los «individuos de élite», sino más bien en la masa y en el término medio de niños. Por último, es el primer pedagogo que reclamó una cuidadosa elección del emplazamiento de los establecimientos de enseñanza.

5. Una política democrática y socializante
Preocupado por el compromiso temporal al servicio del pueblo, Vives parte de una concepción muy igualitaria de los hombres. Comentando su máxima «Homo homini par» («el hombre es el igual del hombre»), exclama: «que ningún hombre se encarame encima de ningún hombre, ni le menosprecie, ni le mire con altanería ni se prefiera a otro, puesto que todos fuimos enviados a esta vida por Dios, nuestro padre común, y creados por el mismo derecho» (Opera, IV, p. 60; trad. L Ríber, p. 1200). En sus cartas a los más diversos soberanos de su época. Vives recordaba que los superiores están al servicio de los demás y que deben someterse a las leyes y al bien común. Su teoría de la equidad, del derecho natural y de la escuadra de Lesbos es muy sugerente. En todas partes se encuentra la exigencia de la sanción popular.
La organización de la paz le parece a Vives el primer deber de toda sociedad normal. Su De concordia et discordia (Amberes, 1529) traza un cuadro sobrecogedor de las miserias que acarrea la guerra y condena sin concesiones el militarismo y el imperialismo. El filósofo exiliado voluntariamente cree que no hay ninguna guerra justa; el único remedio es la moderación, el ejercicio del perdón y el ágape universal.
Desde una perspectiva propiamente social, el De subventione pauperum (Brujas, 1525) merece la atención; aunque los reaccionarios y los pseudoliberales hayan intentado suavizarlo con interpretaciones tendenciosas, es sin duda un tratado audaz y radical, que exige la reforma de estructura de la sociedad. Nostálgico del comunismo original, Vives lamenta el advenimiento de la propiedad privada, secuela del pecado original. «Finalmente, todo cuanto derramó de su seno ubérrimo Dios, púsolo a la vista en esa gran casa del mundo, no encerrado por vallas ni por puerta alguna, para que de ello participasen indistintamente todos los seres que engendró» («comunia iis quos progenuit», 1, cap. 9; trad. L Ríber, p. 1.379); Vives se escandaliza de la enorme disparidad de las condiciones sociales y critica severamente a los privilegiados. Ante la proliferación de miserables, el remedio no está en la iniciativa privada ni en la limosna, aunque fueran éstas dirigidas por la Iglesia; la solución consiste en organizar el trabajo y proporcionar a todos los parados un trabajo remunerado; así, es indispensable la secularización de la beneficencia, municipalizándola y fundando talleres públicos bajo supervisión. Las ideas socializantes de Vives fueron escuchadas por los flamencos (d. el Reglamento de Ypres), pero los privilegiados protestaron contra él y suscitaron la aparición de obras conservadoras que expresaban el espanto por las medidas de justicia social...

6. El «doctor mellifluus»
En definitiva, el mensaje de Vives es irreducible a ningún otro. Sus exigencias críticas le llevaron a situarse siempre a contracorriente, ya se tratara del desarrollo del pensamiento filosófico, de la reestructuración de la enseñanza, de la intransigencia religiosa (era un erasmista), de la crisis social, de las catástrofes bélicas, etc. Sin embargo, no fue un negativista, menos aún un nihilista amargado o neurótico; fue, en efecto, un ferviente cristiano, a quien sus monumentales comentarios de la Ciudad de Dios de san Agustin (Basilea, 1522), su carta a Adriano VI, sus meditaciones sobre los Salmos (Amberes, 1518) sus Excitationes animi in Deum, sus Plegarias y su comentario tan vigoroso del Pater Noster, sitúan en primera fila del espiritualismo español. Al igual que más tarde en Francia Lacordaire, Sangnier o Mounier, intentó purificar la herencia católica de todo lo que la habían desvirtuado en el transcurso de los siglos, a fin de encontrar de nuevo la autenticidad primitiva; y, como todos los campeones del aggiornamento, a menudo fue incomprendido y atacado. Pero su alegato en favor de la modernidad, en el que Platón tendrá su lugar junto a Aristóteles, y del Humanismo triunfador de uno y otro, no tuvo nada de sectario ni de hostil; menos irónico y cortante que Erasmo, no usó nunca la burla ni la generalización apresurada. Fue un hombre discreto; se le llamó el «doctor melifluus» («de palabras de miel»). Sin duda, los afables saben, cuando es necesario, expulsar a los mercaderes del templo; pero en ese caso no deben de confundirse ni con los maníacos ni con los dogmáticos.

LOS ARISTOTÉLICOS TRADICIONALISTAS
A pesar de las críticas del humanismo crítico, un cierto número de pensadores ibéricos permanecieron aún anclados en su aristotelismo tradicional y estático. De entre ellos, sobresalen dos: Sepúlveda y Ruiz.

1. EL CONSERVADURISMO RÍGIDO:
JUAN GINÉS DE SEPÚLVEDA (1490-1573)

1. Un historiógrafo filósofo
Nacido en Pozoblanco (cerca de Córdoba), J. G. de Sepúlveda estudió teología y filosofía en Alcalá y en Sigüenza, y después sobre todo en Bolonia, con Pomponazzi. Protegido del conde de Carpi, de Cajetan y de Clemente VII, pronto llegó a capellán y cronista de Carlos V, así como a preceptor del futuro Felipe II. Envuelto en todos los acontecimientos políticos y religiosos de su tiempo, fue consejero de los príncipes más poderosos y ya sólo por esto tuvo un peso en el devenir de la historia... Escolástico en extremo, traductor a un latín muy puro de Aristóteles y de los comentarios a la Metafísica de Alejandro de Afrodisia, este polígrafo asombroso representa el conservadurismo más absoluto en todos los ámbitos y, como muy bien afirmó Henry Méchoulan (Juan Ginés de Sepúlveda, París, Mouton, 1975, p. 119), el «antihumanismo comprometido». Aparte sus trabajos de derecho, historia y teología pura, los curiosos de la filosofía destacan su De fato et libero arbitrio (1527), contra Lutero e incluso contra Erasmo (juzgado demasiado timorato en su defensa de la libertad humana), su De regno (1571), que exalta la autoridad optando por la monarquía hereditaria, y sobre todo sus obras sobre el derecho de guerra (particularmente en las Indias) y sobre la gloria militar. Democrates, sive de convenientia disciplinae militaris cum christiana religione dialogus (Roma, 1523), conocida por Democrates primus; Democrates alter, sive de justis belli causis apud Indos, conocida por Democrates secundus; Apologia pro libro de justis belli causis; Summa quaestionis ad bellum barbaricum; Disputa entre B. de las Casas y J.G. de Sepúlveda; y De appetenda gloria dialogus (1541).

2. La guerra es santa
La convicción central del «Tito Livio español» es que el aristotelismo es íntegramente compatible con el cristianismo y que, entre todas las filosofías, es incluso la que le es más cormatural (llegó a pretender incluso que Aristóteles admitía la inmortalidad del alma y a justificar a partir de éste la esclavitud). Contra Erasmo, Valdés y Vives, defiende que la guerra es de derecho natural, es decir que corresponde al derecho eterno instaurado por Dios; no es más contraria al Evangelio que el Decálogo; el estado militar requiere, en su grado más elevado, virtudes ejemplares, como el valor, la magnanimidad, la abnegación; el honor y la gloria, por otra parte, no son malos, con tal de que se orienten hacia la causa justa. Basándose en las tres Éticas, en la Política y en las Constituciones de Aristóteles, a la vez que en la Biblia y en santo Tomás, Sepúlveda atacó vivamente el pacifismo y el irenismo. Cristiano viejo, muy impregnado de la misión providencial de España, mantenía que las naciones más civilizadas tenían derecho a someter por la fuerza a las más atrasadas y, en consecuencia, que la guerra contra los indios es plenamente legítima, contrariamente a lo que afirmaban Las Casas y sus seguidores.

3. La Junta de Valladolid
El Democrates alter, que defendía esta tesis belicista, no recibió la autorización para publicarse, después de que las universidades de Alcalá y de Salamanca la condenaran formalmente (1548). Carlos V convocó entonces una junta de clérigos, en 1550, en Valladolid, presidida por Domingo de Soto, para aclarar la discrepancia. Sepúlveda defendió sus posiciones; pero Las Casas replicó punto por punto y, finalmente, no se retiró la prohibición, lo cual es todo un honor para las élites hispánicas de la época, haciendo una autocrítica de su país y del colonialismo en general).

LA ESCUELA DE SALAMANCA

Una renovación progresista de la ontología
A los ataques y cuestiones apremiantes de la filosofía crítica, los aristotélicos tradicionalistas no supieron responder más que indignándose y escudándose en su conservadurismo; permanecieron orgullosamente anclados en su estatismo. Por el contrario, la Escuela de Salamanca dará ejemplo de una actitud plenamente abierta respecto a las nuevas tendencias y los justos reproches de Vives y demás filósofos humanistas; ferviente pluralista -hasta el extremo de crear en su seno, como se ha visto antes, cátedras de nominalismo-, actuará no para hacer «estallar» al tomismo, sino para depurarlo, darle nuevos recursos y enriquecerlo, introduciendo sin miedo interpretaciones variadas y aún inéditas, como el suarismo, el neoplatonismo, el agustinismo, el escotismo...
Así pues, en la profunda crisis del siglo XVI, la tentativa más notable de renovación provino de la «Roma de Tormes» y, más ampliamente, de los universitarios de la península Ibérica entera, para quien, sin duda, sonaba entonces la hora del destino, si no la de la verdad. Como observa Maurice de Wulf (Histoire de la philosophie médiévale, París, 1936, p. 439), «la restauración teológica y filosófica del siglo XVI tiene su centro en España y en Portugal... La Universidad de Salamanca es su cuna. Las universidades de Alcalá, Sevilla, Valladolid, Coimbra, Evora, siguieron el movimiento». De hecho, estos grandes focos de ciencia y de sabiduría, de sólida base y ferviente celo, verían el resurgir de una magnífica renovación de métodos y doctrinas, Y supieron incorporar armoniosamente a la escolástica (tomista u otra) todo lo que de válido contenía la mentalidad de la época.
Pierre Mesnard se ha referido en cierta ocasión al «rectángulo sagrado» que formaban, según él las universidades de Salamanca, Alcalá, Coimbra y Evora, en el camino de la nueva toma de conciencia y de apostolado del pensamiento religioso. Pero, en mi opinión, más que de una restauración -que implicaría una pasiva repetición de las formas del pasado, sin ninguna irmovación o sin horizonte de progreso-, hay que hablar más propiamente de una renovación, una creación, un rejuvenecimiento ab ovo. Es cierto que los pensadores de la ortodoxia católica se aplicaron para encontrar de nuevo el recto hilo de la doctrina, pero tuvieron el constante cuidado de repensarla al aire de los tiempos y, las más de las veces, sin un sectarismo excesivo. Jacques Chevalier escribe, con razón, en su Histoire de la pensée (Paris, 1956, tomo n, pp. 649-650): «Significativamente, este movimiento de renovación, de un alcance incalculable, tuvo como centro dos países cuyo marco político había permitido que las tradiciones medievales se conservaran intactas, pero que, hasta entonces, aunque manifestaban su vitalidad por la aportación de obras y de personalidades profundamente originales, no habían tomado parte de manera predominante en la constitución del patrimonio que recibieron en herencia: España y Portugal. El papel decisivo que jugaron entonces se explica por las condiciones históricas y sociales en que se encontraban y que dieron un nuevo aliento a su propio genio... Ahí, más que en ninguna otra parte, tomó el Renacimiento su verdadero aspecto, que no es el de una ruptura, sino el de una prolongación irmovadora de la Edad Media, y que en los países ibéricos se presentó como su directa emanación y propio acabamiento».
De hecho, si bien Salamanca dio incontestablemente el tono a todo este gran movimiento de refundición a radice, importa no olvidar que todos los militantes del cristianismo español (al menos, en aquello que la Iglesia contaba demás esclarecido), cualquiera que fuera su origen geográfico (La Península, América Latina, Flandes y el Franco Condado, el Reino de Nápoles, etc.), colaboraron sin reservas en la obra de promoción -más que de autodefensa- del ontologismo judeocristiano. En este caso, no fue en absoluto un bastión ideológico, asediado por todas partes y haciendo frente con todos los medios disponibles, incluso los más avanzados, sino más bien un mensaje, considerado como el más precioso y salvador entre todos, al que se atribuía un origen divino y de cuyos beneficios insignes se intentaba que participaran todos los hombres -incluidos los heterodoxos-, devolviéndole su esplendor primitivo, a menudo oscurecido por aportaciones extranjeras o caducas. A este respecto, el espíritu salmantino -algunas veces místico, pero sobre todo injerto en la razón (una razón que admitía, por añadidura, lo transracional, es decir lo sobrenatural)- se extendió asimismo, en su punto máximo, hasta un cierto número de filósofos que vivían lejos de Salamanca, pero que participaron directamente de su voluntad de reconstrucción serena, de clarificación y de reformismo doctrinal o práctico, e incluso político.
Hay que decir, por último, que la Universidad de Salamanca parecía predestinada a ser el punto de partida y de anclaje de este resurgimiento espiritual, pues constituía, para todas las Españas, el más alto foco del saber. Fundada en 1242, tenía un rico pasado. En el siglo XIV, el papa romano Urbano VI y el francés Clemente VII sometieron a ella sus diferencias durante el Gran Cisma de Occidente. Los reyes de Castilla escogían a sus dignatarios entre sus alumnos o sus maestros. Contaba, en sus cuatro facultades, con más de sesenta cátedras y más de siete mil estudiantes, ochenta librerías, cuarenta colegios. El humanismo, procedente de Italia, la impregnó muy pronto de su aire gracias a Nebrija, al Brocense, a Hernán Núñez, Arias Barbosa, doña Medrano, Hernán Pérez de Oliva, Covarrubias y tantos otros... Es conocido cómo Cervantes, en El licenciado Vidriera, celebró su extraordinaria atracción...

A. LOS TOMISTAS
La Escuela de Salamanca se desarrolló formando diversas corrientes: tomistas estrictos, suaristas, platonizantes, sin contar los grandes maestros de la alta mística que se formaron allí (desde Juan de los Ángeles, sobre quien Emmanuel Mounier comenzó una tesis doctoral, hasta San Juan de la Cruz).

FRANCISCO DE VITORIA (1480-1546)

Marcial Solana observa muy justamente, en su Historia de la filosofía española en el siglo XVI, 1. 111, cap. 1, p. 87): «Vitoria es el cimiento que da solidez y consistencia al alcázar magnífico de la escolástica española del siglo XVI». Efectivamente, la resurrección inteligente y armoniosa del tomismo se debió a este dominico notable e inauguró toda la floración salmantina.

1. El teólogo del emperador
Nacido en Burgos, aunque de origen vasco, Vitoria entró muy joven en la orden de los Hermanos Predicadores, siendo enviado más tarde a Paris para perfeccionar su instrucción. Allí permane­ció quince años (1507-1522), primero como estudiante y después como profesor. Fue alumno del nominalista Juan de Celara, pero también de los tomistas Juan Fenario y sobre todo de Pierre Crockaert (también llamado Pedro de Bruselas); frecuentó a los humanistas y especialmente a Lefevre d'Étaples, Vives, Budé y Erasmo. Como dice Luciano Pereña Vicente (La Universidad de Salamanca, forja del pensamiento político español en el siglo XVI, Salamanca, 1954, p. 19); «si de los nominales recogió su espíritu crítico, en la humanitas bebió el espíritu de reforma humana, su dicción clara y transparente, su estilo de humanista consumado». De vuelta a España, fue censor del Colegio San Gregorio de Valladolid y frecuentó la corte imperial de Carlos V, quien residía precisamente a orillas del Pisuerga. En 1526 obtuvo la cátedra de Primo de teología en Salamanca: ahí fue donde dio toda su medida, mostrando muy pronto ser un oráculo de la especulación intelectual y de la moral política. Carlos V le consultaba a menudo. El papa Paulo IV, en 1537, le urgió a que tomara parte del Concilio de Trento, pero Vitoria declinó la invitación, a causa de su deteriorada salud. Amigo de Las Casas, defendió a los indios contra los colonos. Formó a generaciones de estudiantes con las nuevas ideas. Todas sus obras fueron póstumas.

2. La reforma de la teología
Al igual que Vives, Vitoria quiso restituir su pureza a la teología original, desembarazándola de controversias ociosas y bizantinas. Predicó el retorno a las fuentes, es decir, a los propios textos de Santo Tomás, más que a sus comentaristas; sustituyó la Suma teológica del «doctor angélico» por el Libro de sentencias de Pedro Lombardo; aconsejó también el estudio de los Padres de la Iglesia y un contacto lo más próximo posible con las Escrituras; a tal fin, recomendó el correcto conocimiento de las lenguas originales en las que fueron escritas: latín, griego, hebreo, etc. Hostil al argumento de autoridad, le repugnaba invocar continuamente el testimonio de Aristóteles y se dedicó a instaurar el método crítico tanto en filosofía bíblica como en metafísica o moral. En sus cursos, proscribió cuidadosamente la oscuridad y la pedantería; practicando un latín sencillo y correcto, de una elegancia precisa, se abstuvo siempre de las cuestiones abstrusas aplicándose en todo momento a problemas de interés inmediato y de plena realidad positiva, tales como la guerra o la colonización.

3. El derecho natural
Vitoria se mostró más firme y más original aún en el dominio ético-jurídico. Es sabido cómo el luteranismo, al afirmar la corrupción total de la naturaleza humana y en Dios la primacía arbitraria de la voluntad sobre la razón, había arruinado la idea de un derecho natural inmutable, conforme a la razón divina, sin permitir más que la subsistencia del derecho positivo, de factura humana, eminentemente variable; en esta perspectiva, el Estado se convertía en la única fuente de todo derecho e imponía a los súbditos una obediencia sin réplica. A partir de ahí, siguiendo el principio «cujus regio, hujus religio», cualquier gobierno estaba habilitado para dictar sus creencias a sus administrados. De ahí la anarquía internacional y la tiranía en el seno de cada nación. Por el contrario, Vitoria se consagró a arruinar este absolutismo de lo temporal. Contra el nominalismo (de donde había surgido el luteranismo), sostuvo que las ideas no son puras creaciones humanas, sino más bien copias de la norma trascendente. Existe un derecho natural, instaurado por Dios, que no es producto de los contratos humanos, sujetos a mil caprichos.

En su Relectio de potestate civili, oponiéndose por adelantado a las teorías roussonianas del contrato social, el filósofo salmantino defendió que la sociedad no es una institución de origen humano, siempre revocable, sino más bien una necesidad de naturaleza, de acuerdo con el bonum commune, e intangible en su principio. Esta sociedad natural aparece en dos niveles: el Estado nacional y la comunidad internacional; el bonum orbis o también el salus totius generis humani es tan inalienable como el salus populi; la comunidad mundial no se confunde, pues, con una «sociedad de naciones» o con una «organización de las naciones unidas» cualquiera, ni aun con la cristiandad o la catolicidad. Esta es la razón de que Vitoria desestimara tanto las pretensiones de los curialistas, partidarios de un poder temporal directo de la Santa Sede que se extendiera a todo el universo, como la de los imperialistas del Sacro Imperio romano-germánico, que querían dominar el mundo entero. El regalismo y la teocracia clerical son rechazados por el célebre dominico.

4. El poder
Por una parte, el pueblo es anterior al Estado; por otra, el Estado no tiene un fin puramente económico o utilitario, sino moral, que es el status pacificus, aliviando de la miseria y de la guerra a todos los hombres. Como muy bien ha visto Alois Dempf (Christliche Staats Philosophie in Spanien, Salzburgo, 1937, cap. 2), Vitoria no es en absoluto pesimista: «confía en la razón humana y en su sentido de la responsabilidad; cree en la prevalencia del altruismo y del intercambio social pacífico entre los hombres».
La causa final de la potestas es la protección de los ciudadanos y el desarrollo de sus facultades, en vistas a la civilización entera. Su causa eficiente es Dios mismo, que se expresa a través de la razón natural. «En efecto, si admitimos que el poder público está constituido por el derecho natural, como, por otra parte, el derecho natural conoce un solo autor, que es Dios, resulta manifiesto que el poder público procede de Dios y que no está contenido ni en un acuerdo entre los hombres, ni en ningún otro derecho positivo» (De potestate civili, p. 6). La causa material, lo que detenta el disfrute del poder, es la comunidad del Estado, el conjunto de todos los ciudadanos e incluso de todos los hombres; sin embargo, el ejercicio del poder puede delegarse a un grupo de individuos e incluso a una sola persona. Finalmente, la causa formal es el modo concreto en que el poder se encarna; depende más de la técnica política que de la ética; depende del hic et nunc; puede realizarse en una democracia, en una aristocracia o en una monarquía; lo importante es que se respete el principio de san Pablo: «omnis potestas a Deo per populum».

5. La colonización de las Indias
La Relectio de Indis, lección solemne pronunciada en 1537 (pero madurada durante cinco años al menos), atrajo a Vitoria muchas enemistades por parte de los armadores, la corte e incluso de algunos teólogos militaristas y conservadores. Es sabido cómo el régimen semi esclavista de la encomienda, so pretexto de «confiar» los indígenas a patrones europeos, encargados de educarles en la fe cristiana a cambio de sus prestaciones de trabajo, condujo de hecho a una explotación escandalosa. Alertado por Montesinos y por Antonio de Córdoba, dos de sus cofrades, el dominico Bartolomé de Las Casas se había consagrado por entero a la defensa de los indios, apoyado por Cisneros, y después por Juan de Selvaggio y por el propio Carlos V; en 1542 escribió una obra estrepitosa, La destrucción de las Indias por los españoles; en 1543 obtuvo las sabias ordenanzas imperiales de Valladolid, en favor de los indios. Vitoria litigó también en favor de los oprimidos de ultramar. Con él, el derecho de gentes llegó a tal cima que Yves de la Briere, Vanderpol, Joseph Folliet, Delos, Nys, Joseph Barthé-lémy le consideran el precursor indiscutido del derecho internacional. Insistiendo en la interdependencia de las naciones, su De jure belli testimonia y a un sano internacionalismo, que condena la guerra ofensiva y sólo admite, en el límite, la guerra como un medio policiaco destinado a hacer entrar a una nación rebelde en el recto camino.
Con este espíritu, Vitoria estudió los títulos dignos de ser invocados por los españoles para justificar su requisa en América. Expone en primer lugar los títulos ilegítimos. La prescripción no puede legitimar la ocupación de tierras extranjeras (a menos que ésta sea verdaderamente inmemorial); los indios no pueden ser desposeídos, pues conservan todos sus derechos naturales, aunque sean salvajes y perversos. Su estado social, menos evolucionado que el de los civilizados, tampoco entraña en estos últimos un título de dominación; antes de la llegada de los europeos, existía un Nuevo Mundo de sociedades auténticas que tenían el perfecto derecho de subsistir. Igualmente, el emperador no es en absoluto el amo del mundo; el papa no posee el poder temporal sobre el universo ni menos aún sobre los paganos... Por añadidura, la barbarie y la violación inconsciente de la ley natural no hacen que los indios pierdan la propiedad de su país. En fin, su negativa a abrazar la cristiandad tampoco puede autorizar a los cristianos a desposeerlos o a dominarlos, y menos aún a exterminarlos o torturarlos. Mucho más, el pecado de infidelidad no puede acarrear como castigo la expoliación y la esclavitud: los sarracenos nunca fueron desposeídos por los cruzados.
Los títulos legítimos son únicamente el derecho de libre comunicación (no siendo el universo más que un todo, ninguna nación puede impedir el paso y el comercio de los extranjeros) y el derecho de evangelización (los misioneros deben poder predicar el cristianismo a los indios). El mensaje humanitario de Vitoria tuvo bastante difusión, a pesar de las hipócritas moratorias de los colonos; más tarde, los jesuitas organizaron reducciones en Paraguay, en las que los indios, lejos de toda explotación capitalista, se organizaron al modo colectivista (cf. la hermosa obra de Reinhold Schneider, Así en la tierra como en el cielo).
En resumen, Vitoria, que durante muchos años fue la conciencia de España, a la que llegó a convertir, según la expresión de Menéndez Pelayo, en una «democracia frailuna», está en los orígenes del despertar religioso y filosófico de la Península. Ehrle ha llegado a decir. «Salamanca debe principalmente a Vitoria el ocupar, en el siglo XVI, un lugar análogo al que tuvo Paris en la segunda mitad del siglo XIII; fue él quien la transformó en cuna de la nueva escolástica» (Les manuscrits dEs théologiens salmantins a la Bibliotheque du Vatican, 1885). En 1928, fue fundada, por la Sociedad de Naciones, una cátedra de derecho internacional en la Universidad de Salamanca, bajo la advocación de Vitoria.

MELCHOR CANO (1509-1560)

Durante ciento veinte años la cátedra de Primo de teología de Salamanca sería perpetuamente ocupada por los dominicos, des­pués de Vitoria. El primero en el tiempo de estos maestros fue Cano, nacido en la Mancha, Castilla, estudiante de Vitoria en San Esteban de Salamanca y en la Universidad, y después en Valladolid, donde no tardaría en enseñar. Profesor en Alcalá, en 1546 fue elegido para la Universidad de Salamanca, luego fue prior y provincial dominico y, finalmente, obispo de Canarias. Sus trabajos son numerosos, entre ellos un Tratado de la victoria sobre sí mismo, las Relecciones sobre los sacramentos, sobre la Suma teológica de santo Tomás, sobre la Epístola de san Pablo a Timoteo, etc. Pero es conocido sobre todo por su De locis theologicis (1563), verdadera lógica de la teología, donde hace una crítica científica de las fuentes del conocimiento religioso católico: la Biblia, la tradición oral, la tradición de la Iglesia, la Patrística, la teología escolástica, la razón natural, la autoridad de los filósofos, la historia. Cano da prueba de un notable sentido crítico y prefiere casi siempre el magisterio de la razón al de la autoridad; esta es la razón de que fuera tan severo con los «alumbrados» que, con el pretexto de superar la razón en beneficio de la fe, caían en un relajamiento moral muy perjudicial. A pesar de su carácter demasiado militantista (¡tenía obsesión por la herejía!), Cano fue un pensador de primer orden, atento vigilante contra el irracionalismo, y muy aplicado a armonizar humanismo y escolástica.

DOMINGO DE SOTO (1494-1560)
Nacido en Segovia, el sucesor de Cano, Domingo de Soto, procedía de una humilde familia de jardineros. Estudiante en Alcalá, pronto accedió a París (en el Colegio Santa Bárbara y en el convento de San Jaime). Profesor en Alcalá, poco después fue destinado a Burgos y, más tarde, a Salamanca. A partir de entonces, su renombre no cesó de afirmarse. En 1543, el infante (el futuro Felipe II) asistió a su curso. En 1545, Carlos V lo delegó al Concilio de Trento, donde Soto intervino con frecuencia y brillantez. Árbitro en 1550 entre Las Casas y Sepúlveda, le dio la razón al primero. Por un tiempo confesor de Carlos V, posteriormente se reintegró a Salamanca, fue elegido prior y designado calificador del Santo Oficio, a la vez que Pablo IV y Felipe II recurrían a él para consultarle. Se decía: «¡qui scit Sotum, scit totum!». Hombre bueno, deseaba remediar el pauperismo y se preocupaba por la suerte de los estudiantes menesterosos. Bastante ecléctico, conservó siempre la huella de su estancia parisiense entre los nominalistas, aun cuando criticaba severamente las desviaciones de la dialéctica. Sus obras son enormes y numerosas.
Su grueso tratado De natura et gratia (1547), que ofrece la réplica al luteranismo, se aplica a demostrar el libre albedrío; según él éste está coordinado con la acción divina, la cual se acomoda condescendientemente a la acción de las causas segundas, en lugar de ser tiránica. Los comentaríos a la Súmmulas, a la Dialéctica de Aristóteles y a su Física son muy personales; no satisfecho con una exégesis concienzuda, Soto discute por cuenta propia: se observa en particular el poco valor que concede a la distinción real entre esencia y existencia, en lo que a las criaturas concierne. La influencia de Buridán, de Oresme y de Alberto de Sajonia se descubre a cada paso.
Pero su obra maestra es el De justitia et jure (casi treinta reediciones en medio siglo), verdadera enciclopedia del derecho natural y del derecho positivo, según el espíritu de santo Tomás, pero también en función del Estagirita, de Cicerón, de Ulpiano y de san Isidoro de Sevilla. Presenta la autoridad como procedente de Dios sólo de manera mediata, pues, por medio del ministerio de la ley natural Dios la transmite directamente a toda la res publica: después, esta última, se limita a delegarla solamente al jefe que ella elige para suplirla -y siempre de manera temporal y revocable-. La metafísica jurídica de Soto fue acogida con interés en toda la Europa pensante; supo descubrir, en efecto, la compleja arquitectura de las leyes, ordenándolas en tres planos: la persona, el poder político y la sociedad universal. De estilo muy claro, Soto hizo que la Escuela de Salamanca accediera a la dikaiosuné y puso en evidencia las limitaciones de cualquier gobierno y el carácter natural y racional de su magisterio, en el marco de las intenciones de Dios.
Después de estos tres grandes profesores, la cátedra de Primo pasó a maestros de menor relevancia. En primer lugar estuvo Pedro de Sotomayor, procedente de una familia noble, que entró en los dominicos en Valladolid y enseñó en Salamanca de 1551 a 1564, primero en la cátedra de Vísperas y después en la de Primo (a partir de 1560); se le deben unos comentarios a la «Prima secundae» de la Suma teológica de santo Tomás. Después de él Mancio de Corpus Christi conservó esta cátedra de 1564 a 1577, tras haber enseñado en Sevilla y Alcalá; dotado de un verbo convincente, ejerció una duradera influencia, aunque sus comentaríos a la Suma teológica hayan quedado inéditos. Su sucesor fue Bartolomé de Medina, iniciador del probabilismo; esta concepción, más amplia que el probabiliorismo, admite que entre soluciones morales desigualmente probables (es decir no susceptibles de presentar peligro alguno de pecado), está permitido elegir la menos probable; más tarde, los jesuitas se valieron de su ética comprensiva de la debilidad humana. Este gran teólogo, que entró en San Esteban el mismo año de la muerte de Vitoria, escribió comentarios a la «Prima secundae» de la Suma teológica, otros a su «Tertia pars» e instrucciones a los confesores. Antes de ocupar la cátedra suprema, había enseñado en la de Durando (1575-1577).

DOMINGO BÁÑEZ (1528-1604)
El relevo de Medina fue tomado por Báñez, figura más destacada, de padre vasco y madre castellana. Con él accedió una nueva generación al magisterio profesoral salmantino repleta de experiencias y de nuevas esperanzas. Estudiante en Salamanca, dominico de San Esteban, pronto fue profesor en Ávila, donde durante seis años fue confesor de santa Teresa de Jesús, a la que salvó en su reforma carmelita en contra de sus detractores y también contra los peligros de la desviación iluminista. Luego fue nombrado en Alcalá y después en Valladolid, consiguiendo en 1578 la cátedra de Durando en Salamanca y, finalmente, en 1580, la de Primo, que conservó hasta su jubilación en 1599. Fue el tomista más estricto que haya habido. Por lo demás, declaró: «He seguido a santo Tomás en todo, porque él mismo siguió siempre la doctrina de los santos Padres» (Commentaria in Secundam secundae, quaestio 24, art. 6).
Báñez fue muy abundante y personal. En teología, hay que citar sus comentarios a la Suma de santo Tomás, que las más de las veces siguen a Cayetano, aunque de manera original. Su tratado De fide, spe et charitate es igualmente afamado. En filosofía propiamente dicha, se conoce de él sobre todo las lnstitutiones dialecticae, verdadero manual para los especialistas de metafísica, sus comentarios a la Generación y la Corrupción de Aristóteles y al libro Del alma, y, por último, el tratado De jure et justitia (1594), que compara extensamente el derecho natural y el derecho positivo. El nombre de Báñez evoca también las célebres controversias sobre la gracia y el libre albedrío (De Auxiliis). Contra Molina, Báñez propuso la teoría de la premoción física. Es sabido que todos los autores católicos de la época admitían una distinción entre la gracia suficiente (que, en principio, basta para conferir la salvación, pero que de hecho no la logra) y la gracia eficaz (que conduce realmente a la salvación de quien la recibe). Pero diferían en la determinación de la causa eficiente que hace eficaz la gracia suficiente. Unos, con el jesuita Molina (en su Concordia, 1588), veían una diferencia de grado entre los dos tipos de gracia: la gracia suficiente (o ineficaz) es aquella a la que se somete la voluntad; según esta interpretación, la eficacia de la gracia divina provendría del asentimiento que le da el hombre al que le es concedida, y dependería, en última instancia, de la libertad humana. Otros, por el contrario, con Báñez, estimaban que había una diferencia de naturaleza entre estas dos gracias: no es la voluntad humana la que por su adhesión a la gracia le comunica la eficiencia, sino que es la voluntad de Dios la que, por un don de gracia irresistible -llamado premoción o predeterminación física- dispone la voluntad humana a someterse a este don, superior al de la simple gracia suficiente (cf. De vera et legitima concordia liberi arbitri cum auxiliis gratiae Dei, la última obra de Báñez, 1600).
Después de Báñez, la cátedra de Primo de Salamanca recayó en Pedro de Herrera, que la ocupó de 1604 a 1621, antes de ser nombrado obispo de Tuy; autor de comentarios sobre el tratado de santo Tomás relativo a la Trinidad y sobre las Sagradas Escrituras, había sido colaborador directo de su predecesor. Siguió después Francisco de Araujo, cuyo profesorado duró de 1621 a 1648; comentarista de la Metafísica de Aristóteles y de la Suma, murió siendo obispo de Segovia. Le sucedió Francisco de Aragón, de 1649 a 1652. Por último, Pedro Godoy, que enseñó de 1652 a 1664 y que asimismo publicó Disputationes theologicae in Summam divi Thomae, en la que se inspiró Gonet para escribir su Clipeus, cerró esta brillante serie de dominicos de la cátedra de Primo, que constituye una de las cimas de Salamanca.

Los continuadores del tomismo
Entre numerosos tomistas de completa obediencia que ilustraron Salamanca, cabe mencionar, en primer lugar, a Francisco de Toledo (1533-1596), jesuita, alumno de Soto, profesor en Salamanca y después en Roma, encargado de misiones diplomáticas y muerto siendo cardenal. Sus sólidos comentarios a Aristóteles y a santo Tomás no se apartan en nada de la tradición tomista más clásica (excepto que, no obstante, no admiten la posibilidad de la creación del mundo ab aeterno). Hay que recordar igualmente el nombre del general de la orden de la Merced, Francisco Zumel (1540-1607), profesor en Salamanca, a quien Zurbarán pintó de manera conmovedora; comentó la suma teológica con un espíritu muy ortodoxo; por otra parte, tomó partido duramente contra el molinismo, que temía como una peligrosa irmovación. ¿Cómo olvidar, en fin, a Pedro de Oña (muerto en 1626), también mercedario?; profesor en Alcalá y en Compostela, obispo de Gaeta, lógico, teólogo y economista, aportó interesantes puntos de vista en su estricto tomismo y mostró estar muy informado sobre los recientes comentaristas humanistas.

1. Juan de Santo Tomás
La vena del tomismo íntegro de la Escuela salmantina no estaba aún agotada en plena mitad del siglo XVII, y dio todavía ricas aportaciones hasta el siglo XVIII. Entre esta pléyade de pensadores sobresale un dominico famoso, Juan de Santo Tomás (1589-1644). Estudiante en Coimbra, Lovaina y Madrid, confesor de Felipe TI, enseñó en Alcalá durante treinta años. Su Cursus philosophicus thomisticus (1637), su Cursus theologicus y su Ars logica ejercieron una enorme influencia en sus contemporáneos y en la posteridad, como han señalado Leopoldo Eulogio Palacios, Santiago María Ramírez, Francesc Canals Vidal, A. Getino y I. Menéndez Reigada; mucho le deben los neoescolásticos de los siglos XIX y XX: este es el caso de Díaz, Goudin, Billuart, Gonet y Contenson.

2. Los salmanticenses y los complutenses
Después de este profundo maestro, la más auténtica tradición del «doctor angélico» en la Península tuvo sus últimas manifestaciones con los carmelitas de Salamanca (Colegio de San Elías) y Alcalá (Colegio de San Cirilo), que publicaron respectivamente, entre 1624 y 1769, un curso de teología (llamado «curso de los salmanticenses») y un curso de filosofía (llamado «curso de los complutenses»), muy difundidos en todos los seminarios de la catolicidad hasta la Revolución francesa. Sus autores (Miguel de la Trinidad, Juan de los Santos, Antonio de la Madre de Dios, BIas de la Concepción, Juan de la Anunciación, Domingo de Santa Teresa, Antonio de San Juan Bautista, lldefonso de los Ángeles, Francisco de Jesús Mana...) se inspiraron estrechamente en Juan de Santo Tomás.

3. Los juristas y economistas tomistas
Junto al tomismo especulativo y metafísico o teológico, hubo también en Salamanca un tomismo inclinado a la economía social, como han señalado frecuentemente Carmelo Viñas Mey, Marjorie Grice-Hutchinson o Demetrio Iparaguirre. La enorme afluencia del oro de América provocó como es sabido, grandes perturbaciones en el equilibrio financiero y social de la Península; los precios subieron vertiginosamente y las grandes ferias de Medina del Campo, Rioseco y Villalón se convirtieron en centros de una trepidante actividad; el tráfico con Flandes aumentó considerablemente, así como la financiación de armas. Los pensadores salmantinos reflexionaron sobre el grave problema moral y social que comportaba esta irrupción de galeones del Nuevo Mundo. Caracterizando esta summa asombrosa de investigaciones sobre derecho financiero y sobre economía política que se desarrolló en España en la segunda mitad del siglo XVI, Marjorie Grice-Hutchinson habla de «un veranillo de San Martín de la escolástica» (The school of Salamanca: readings in spanish monetary theory, p. 59) Y clasifica la aportación de los salmantinos a este respecto en tres rúbricas: teoría del valor de los bienes y de la moneda, teoría de los precios y teoría de los intercambios comerciales con el extranjero.
También en esto fue Vitoria un precursor, con sus comentarios sobre la usura. Pero hay que destacar sobre todo las contribuciones de Soto y de su cofrade dominico Tomás de Mercado, formado en Salamanca y que marchó a México como profesor, su Summa de tratos y contratos de mercadores (1569) introdujo ideas absolutamente inéditas sobre el cambio y la moralidad de los negocios. Apuntaremos igualmente las obras del célebre Martín de Azpilcueta, el «doctor navarro» (1492-1586), primo de san Francisco Javier, estudiante y profesor sucesivamente en Alcalá, Toulouse, Cahors, Pans y Salamanca, donde ocupó las cátedras de derecho canónico y derecho civil, de 1524 a 1528, pasó después a Coimbra a Valladolid y a Roma. Su Enchiridion (1550) conoció más de sesenta reediciones. Igualmente, su alumno, Diego de Covarrubias (1512-1577) estudiante en Salamanca con Hernán Núñez y Vitoria, más adelante profesor de derecho canónico en el «Alma Mater>, obispo de Ciudad Rodrigo y después de Segovia, presidente del Consejo de Castilla, fue, además una esclarecida inteligencia del Concilio de Trento; su Variarum resolutiones (1552) trata, con enorme finura, todos los problemas económicos de su época; en el De Pactis estudió la naturaleza del juramento y de todos los contratos; en su Peccatum habla de los honorarios, de los impuestos, la usura, etc. Y ¿cómo olvidar su tratado sobre la moneda?
Las tesis salmantinas sobre el justiprecio fueron adoptadas generalmente por los teóricos extranjeros, incluidos los protestantes. Grotius y Pufendorf las hicieron suyas, así como Lessius en Lovaina y Escobar en su teología moral, o Miguel Salón, Bartolomé de Albornoz y Francisco García en Valencia. En Roma, las vulgarizó Juan de Lugo.

B. LOS JESUITAS

FRANCISCO SUÁREZ (1548-1617)

1. El «doctor eximius»
Nacido en Granada, en el seno de una familia numerosa y aco­modada de origen castellano, Francisco Suárez fue muy pronto tonsurado; estudiante en Medina del Campo y después en Salamanca, donde siguió los cursos de Mancio de Corpus Christi, Juan de Guevara y Enrique Henríquez, en 1564 entró en la Compañía de Jesús, donde recibió las enseñanzas de Andrés Martínez. Poco después fue profesor en Segovia, Salamanca, Ávila, Valladolid y Alcalá. Llamado a Roma en 1580, permaneció allí durante cinco años, muy unido a Belarmino y el papa. De regreso a España, enseñó en Alcalá, donde sus primeros libros le comportaron dificultades por parte de los censores dominicos (como Avendaño) y de sus cofrades Vázquez y Lessius; sólo encontraba algo de tranquilidad en las frescas sombras del cortijo jesuita de Jesús del Monte, que dominaba desde sus olivares el valle del Tajuña. En 1593, se reintegró a Salamanca, donde enseñó con una brillantez cada vez mayor en el colegio jesuita del Aspirantado escribiría, en 1597, su obra maestra, las Disputationes metaphysicae.
En este mismo año, nombrado profesor titular de la cátedra de Primo de Coimbra a instancias del propio Felipe n, implantó allí durante mucho tiempo el pensamiento salmantino, hasta 1615 que obtuvo su jubilación, marchando a Lisboa, dos años antes de su muerte. Las controversias que tuvo que sostener debido a su fama, especialmente respecto a la confesión a distancia (se vio obligado a defender sus posiciones ante el mismo Vaticano), a la polémica De Auxiliis en 1519 sobre la gracia y el libre albedrío (en el curso de la cual sostuvo el congruismo y la ciencia media) y a su refutación, en 1613, de Jaime I (campeón del anglicanismo contra Pablo V), no alteraron nunca su serenidad de fondo, a pesar de su carácter quisquilloso y combativo. Por su inmensa cultura y su puntualidad doctrinal, y también por su fervor religioso, Suárez recibió el nombre de doctor eximius et pius: es el más eminente representante de la escolástica barroca, integrada por un tomismo mitigado de escotismo y abierto a todas las corrientes del Renacimiento, incluido el nominalismo; sus veintiséis enormes infolio constituyen una verdadera enciclopedia del saber filosófico y teológico en el alba de los tiempos modernos.

2. Un método nuevo
Suárez repiensa la totalidad de la especulación anterior, pagana y cristiana: se asigna la tarea de asumida completamente y dar una razón metódica de ella, sometiéndola a un inventario crítico, paciente y exhaustivo, cuyas principales normas son el dato de la experiencia y los imperativos de la razón discursiva. En lugar de rechazar, como la mayoría de humanistas, la tradición de cuatro siglos escolásticos, la sopesa y discute punto por punto, separando cuidadosamente los elementos válidos de los caducos. Su inmensa investigación por este tupido bosque del pasado le llevó a practicar en él hondos cortes, a simplificar de manera ordenada y a liquidar todo verbalismo ocioso o peligroso. Grabmarm ha señalado la considerable erudición de Suárez, que va desde los griegos hasta los árabes, los judíos y los nominalistas o los averroístas, pasando por todas las doctrinas de la ortodoxia católica y terminando con dos índices de concordancias entre Aristóteles y santo Tomás. Aun reconociendo la amplitud de la tarea realizada, debemos señalar, con Julián Marías, una grave laguna en esta gigantesca masa de lecturas y de meditaciones: la ausencia de cualquier referencia a los recientes progresos de las ciencias físico-matemáticas que se desarrollaron a partir del siglo XV; esta omisión, muy general en los pensadores ibéricos, estará en el origen del retraso de la Península en su sosegado ascenso hacia la modernidad y contribuirá a la perpetuación de un cierto inmovilismo, evidentemente contrario al espíritu irmovador que inspira a los más grandes maestros del país.

3. La emancipación de la metafísica
En cualquier caso, por vez primera en la historia del pensamiento occidental, surgió con Suárez la decisión plenamente consciente de realizar una metafísica independiente de la teología –e incluso una metafísica previa a todo intento de constituir una teología-. Y, por ello, Suárez tuvo que afrontar desde el principio toda la tradición cristiana e incluso oponerse a los primeros esfuerzos -¡tan meritorios sin embargo!- de la restauración salmantina, porque en su opinión no supieron distinguir suficientemente la teología de la metafísica. «Veía esto [escribe en Disp. Metaph, "Ratio et discursus totius operis", Colonia, 1608], con claridad más diáfana [...] hasta el punto que no vacilé en interrumpir temporalmente el trabajo comenzado, para otorgar, mejor dicho, para restituir a la doctrina metafísica el lugar y puesto que le corresponde» (trad. S. Rábade, S. Caballero y A. Puigserver, 1960, p.17).
Según él, pues, la teología necesitaba un fundamento previo y autónomo que no es sino la filosofía primera (o, si se prefiere, la filosofía general); como muy bien observa Julián Marías (La escolás­tica en su mundo y en el nuestro, Pontevedra, Col. Huguin, 1951, p. 42), también ahí «hay una esencial prioridad de la metafísica respecto de todas las doctrinas, incluida la teológica». Xavier Zubiri ha observado: se trata del «primer ensayo de hacer de la metafísica un cuerpo de doctrina filosófica independiente» (Naturaleza, historia, Dios, 3.a ed., Madrid, 1955, p. 124). Con anterioridad, la filosofía primera no era más que el comentario a Aristóteles y se aju­taba al plan impuesto por él. Por el contrario, Suárez quiso hacer de ella una disciplina sistemática, fundamento ulterior, sine qua non, de cualquier teología y un corpus autónomo que tuviera sus propias leyes lógicas, que nada tienen que ver con la Revelación.

4. Una ontología ilustrada

Las cincuenta y cuatro Disputationes se distribuyen en tres grandes partes: el ser en general (respecto a la verdad, la unidad y el bien), el ser en tanto que causa (las cuatro causas clásicas, pero con la aparición, en el seno de la causa eficiente, del modo necesario y del modo libre de acción), el ser en sus divisiones más universales (infinito y finito, sustancia y accidentes, etc.).
La doctrina de la analogía del ser es la clave del sistema. Según Suárez, el concepto de ser no es ni unívoco ni equívoco; es análogo, es decir que descansa en una analogía de atribución intrínseca y no, como creían los tomistas, de proporcionalidad. Tal como muy bien explica, en efecto, Solana (op. cit., 1. III, p. 478), si hubiera proporcionalidad «seria menester que la entidad existiera absolutamente en uno solo de los dos términos y en el otro sólo por relación y comparación al término en el que la entidad existía formal y absolutamente; y la entidad existe de modo formal y absoluto así en Dios como en las criaturas, pues aquél y éstas poseen actualidad y ser de modo propio y formal. Tampoco puede ser este concepto del ente análogo con analogía de atribución respecto a un término tercero y en orden a Dios y a las criaturas; porque no existe, ni puede existir, ni excogitarse un término anterior a Dios y a las criaturas, en relación al cual aquél y éstas sean y se llamen seres». Primordialmente, el ser pertenece a Dios; por medio de él desciende a las criaturas, en las cuales no se encuentra sino bajo su dependencia, es decir por participación.
En esta perspectiva, la distinción tomista entre la esencia y la existencia no es real in re, sino únicamente «de razón», «con fundamento en lo real» (cum fundamento in re): es una distinción que sin duda no implica contradicción, pero que es de orden simplemente racional. De hecho, cada criatura es un todo único (per se unum), donde esencia y existencia forman un todo: es una esencia finita, que debe todo su ser al Creador (cf. Disput., sección 4-7).
La teoría suareziana de la persona se diferencia también del tomismo, para el que el principio de individuación es la materia signata quantitate, y del escotismo, que invoca la haecceidad. Cada sustancia singular está, en realidad, individuada por sí misma, por el solo hecho de haber sido creada por Dios como un todo finito y limitado: todo lo que existe es, de entrada, individual. La materia numérica, por otra parte, es incapaz de ser principio de individuación, puesto que a veces es el sujeto de formas irmumerables (cf. Disp., XXXIV, seco 1, n.OS 13 y 14).
En su examen de las pruebas de la existencia de Dios, Suárez rechaza buena parte de las pruebas tomistas, como por ejemplo la prueba física, es decir la prueba por el movimiento. En efecto, muchos seres no reciben su movimiento más que de sí mismos y, por otra parte, si se pudiera establecer que existe un primer motor inmóvil, no se podría probar en modo alguno que este motor fuera distinto del solo ser y que tuviera una naturaleza inmaterial como Dios (cf. Disp., XXIX, seco 1, n.O 27). El doctor eximius descarta también la prueba extraída de los grados de perfección: según él, no sólo el máximo de cada género no es causa de todos los demás seres de ese género, sino que además, aun cuando existiese un máximo en cada género, ello no probaría que este ser fuera increado y autor de todo. Sólo son aceptables las pruebas de orden estrictamente metafísico y todas se reducen al principio de causalidad. «Omne quod fit, ab alto fit» (Disp., XXIX, 1-20).

5. La concepción del alma

La doctrina suareziana del conocimiento se afirma, también, como muy independiente de la del tomismo. Mientras que los tomistas admiten un verbum mentis, es decir un término inmanente o una especie expresa, que se produce en nuestro conocimiento cada vez que el objeto está ausente (es decir cuando los sentidos internos o la intelección abstracta están en juego), Suárez lo rechaza absolutamente. En su opinión, la naturaleza misma de la acción cognoscitiva basta para producir el verbo mental y no exige nada más; al igual que para Duns Escoto, el verbum mentis no es, para Suárez, el objeto conocido ni el medio del conocimiento, sino únicamente la forma que hace que el intelecto conozca al objeto (medium qua) (cf. De Anima, III, cap. V, n.OS 7-11).
Las pruebas clásicas de la inmortalidad del alma son rigurosamente criticadas; solamente dos son mantenidas: su inmaterialidad y la exigencia de una recompensa para los justos y de un castigo para los malvados en la vida futura (De Anima, 1, cap. 10, n.O 35).

6. El pacto social
Escrito a la vez contra el protestantismo, que defendía el derecho divino de los soberanos, y contra todos los naturalistas más o menos cínicos, el De legibus analiza en primer lugar la ley en general, para después estudiar las diversas clases de leyes y las cuestiones que éstas suscitan. Suárez distingue entre ley eterna, ley natural, derecho de gentes, ley positiva humana (derecho civil y derecho canónico) y ley positiva divina (la del Antiguo y Nuevo Testamentos). Relaciona la ley positiva con la voluntad, como los escotistas, pero sin llegar al voluntarismo arbitrario; admite que, en última instancia, esta voluntad debe regularse con la razón. Se niega a confundir el derecho natural (que tiene a Dios como legislador y que es común a todos los hombres) y el derecho de gentes (cuyo origen es totalmente humano y que sólo es común a casi todos los hombres).
El análisis del principio de soberanía es mucho más avanzado que en los autores anteriores. Aquí, el poder es dado por Dios a toda la comunidad política y no solamente a tal o cual persona: contra el cesarismo y los legistas, el maquiavelismo y el luteranismo, Suárez elabora, en suma, la teoría de la democracia, que profundizó aún más en su Defensor fidei. La noción de pacto o de contrato social aparece ya en el doctor eximius: la comunidad política se constituye por una primera entente entre individuos o familias; ésta puede delegar el poder a un grupo o a una sola persona, por medio de un segundo pacto, que Dios deja a nuestra discreción. Por regla general, la democracia, es decir el gobierno directo del pueblo por el pueblo, será la forma más natural de gobierno, y no necesita de una institución particular, pues es conforme a la espontaneidad de nuestro ser. Pero puede ocurrir que no se sea capaz de ejercer esta administración sin intermediario y que sea preciso recurrir a un mandatario, investido entonces del poder público por transferencia: éste puede ser un rey o una oligarquía. De todos modos, la autoridad del gobierno queda restringida a ciertos límites. Si el soberano abusa de su potestas se convierte en un tirano, contra el que es legítimo luchar; en caso extremo, está permitido matarlo, una vez agotados todos los medios para llevarlo al arrepentimiento.

7. El derecho internacional
 Suárez, por otra parte, llevó a su akmé la doctrina del derecho internacional, cuyas bases ya planteara Vitoria. El De Charitate desarrolla, a este respecto, una vasta teoría de la guerra y de la paz, que Brown Scott admira muy justamente. Más aún, el De legibus (II) se dedica metódicamente a fundar el derecho internacional. En ella el género humano es concebido como algo que forma una unidad no sólo específica, sino incluso moral y política. Ya ahí, el precepto evangélico de amor universal a nuestro prójimo, sin distinción de raza o de patria, nos invita a considerar la humanidad como un solo cuerpo. Pero hay más: aunque cada Estado sea una comunidad perfecta y autosuficiente, tiene, en cierta medida, necesidad de los otros Estados, ya sea para satisfacer talo cual carencia, ya para aumentar sus posibilidades. Así pues, cada grupo nacional forma parte de la comunidad internacional, que es superior a aquél, natural y moralmente.
De todo lo cual se sigue que es indispensable un derecho internacional para regir esta sociedad universal. Este derecho tiene dos fuentes: en primer lugar, el derecho natural, surgido de la razón; después, el derecho de gentes, surgido de los usos locales y particulares de cada nación, que vienen a completar el derecho natural en innumerables puntos, en el hic et nunc: lo que hace la leyes la costumbre -sanamente experimentada-.

8. Perpetuidad del suarismo
Se podría decir, con Juan Tusquets (capítulo sobte Suárez, en su libro en colaboración con Joaquín Carreras Artau, Apports hispaniques a la philosophie chrétierme de l'Occident, p. 115), que Suárez fue «el más moderno de los escolásticos y el más escolástico de los modernos». Heredero de toda la Escuela, supo llevarla a su punto de madurez más avanzado; después de él, pronto se producirá la decadencia de la ancestral tradición milenaria. Pero la proyección del doctor eximius fue intensa y duradera. En los medios católicos, tuvo numerosos discípulos y fue continuado por una pléyade de maestros, como por ejemplo Miguel Viñas (muerto en 1709). Para los protestantes, fue por mucho tiempo un modelo. Desde que Melanchthon invitara a sus correligionarios a volver a la filosofía, las universidades alemanas, belgas, holandesas y checas se apoyaron en las Disputationes metaphysicae. Tal fue el caso de Cornelius Martini y de Jakob Martini, de Andreas Heereboord, de Joharm Heinrich Alsted, de Clemens Timple y de Joseph Scheibler sobre todo, pero también de Jakob Revius, Frank Burgerdijk y Joachim Jurgius; Descartes se nutrió de él, confesándolo explícitamente; y, por lo demás, Étienne Gilson ha enumerado todas las aportaciones del suarismo enseñado en La Fleche. Spinoza lo estudió a través de sus maestros flamencos. Grotius y demás teóricos del derecho natural e internacional laicizados lo utilizaron con entusiasmo, aunque a veces sin nombrarlo... Leibniz lo invocó con entusiasmo y Christian Wolff estuvo impregnado de él. También Glissen, Fichte, Schelling y Hegel se inspiraron en él en parte. Heidegger, a su vez, se sirvió de él en más de una ocasión.
Menéndez Pelayo ha señalado que el sistema de Suárez, aunque inspirado por el tomismo, «se aleja bastante del tomismo y está con él en la misma relación que las escuelas alemanas modernas con el kantismo» (La ciencia española, t. 1. p. 258); en efecto, más que una dócil avanzadilla del «doctor angélico», Suárez fue un jefe de escuela muy personal, con sus propios discípulos. Adolphe Franck ha dicho de él que fue «el primer filósofo de su tiempo» (Réformateurs et publicistes de l'Europe, 1863). Así pues, el gran filósofo andaluz está presente incluso en el seno de la filosofía nueva de la edad barroca y luego de la Ilustración. Quizá hubiera marcado nuestras consciencias del siglo XX aún más si hubiese adoptado un molde de expresión más conforme a nuestros hábitos mentales, en lugar de expresarse en tratados monumentales, de ordenación seca, sin ninguna concesión a las descripciones concretas, los ejemplos familiares y al estilo literario. Sea como sea, el sistema de Suárez ocupa un importante lugar en el pensamiento español y constituye un giro capital en la evolución de la especulación mundial: representa, en efecto, la última tentativa por salvar de la Escuela todo lo que aún era asimilable; después de él, la investigación filosófica utilizará modelos radicalmente diferentes, en estrecha relación con el movimiento de las ciencias y las técnicas, así como con la ampliación de los horizontes abiertos por el cartesianismo, la Ilustración, el kantismo y el marxismo.

LUIS DE MOLINA (1535-1600)

1. El doctor de Evora
Nacido en Cuenca, en el corazón de la Mancha de Don Quijote, estudiante en Salamanca y en Alcalá, Luis de Molina entró muy joven en la Compañía de Jesús y acabó sus estudios en Coimbra, bajo la dirección de Fonseca. Fue profesor de filosofía en Coimbra, abandonando después las riveras del Mondego para dirigirse a Evora, capital del Alentejo, donde permaneció durante veinte años. De vuelta en España, enseñó en Madrid y murió poco después. No es solamente un teólogo potente, mezclado en acaloradas «querellas de monjes»: es también un filósofo muy original, que supo abrir el tomismo a los aires del Renacimiento.

2. Teoría del libre albedrío
La célebre Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis (1558), que tantas tempestades levantara por parte de sus adversarios dominicos (con ocasión de los debates De auxiliis), comenta seis artículos de la primera parte de la Suma teológica de santo Tomás, sobre la persona divina y la libertad humana. Para Molina, el libre albedrío es probado, en primer lugar, por la experiencia personal; en segundo lugar, por la justicia fundamental de Dios (Dios no nos castigaría si pecáramos por fuerza); en último lugar, por el acuerdo de casi todos los filósofos profanos y por las enseñanzas de la Biblia y de la Iglesia.
Pero, ¿cómo interviene Dios en nuestros actos libres? Molina no admite -a diferencia de los protestantes- que Dios lo haga todo y nos sustituya en las causas segundas que parecen actuar sobre nosotros. Rechaza, inversamente, la idea de que Dios no haga nada y de que las causas segundas -como afirmaba Pelagio- actúen solas. Según él, Dios aporta un concurso simultáneo a la acción decidida y comprometida por el hombre. Contra la tesis de la premonición física sostenida por Báñez, que concede casi todo a Dios, acercándose a la posición protestante sobre el albedrío esclavo y sobre la predestinación, Molina, utilizando a fondo el concepto de ciencia media elaborado por Fonseca, pretende demostrar que se puede conciliar la totalidad de la libertad humana con la omniscencia o la omnipotencia de Dios

EL EMPIRISMO ECLÉCTICO
Después de la larga llamarada de la nueva filosofía crítica y a veces naturalista, que miraba con malos ojos la metafísica ancestral y exaltaba sin reservas la ciencia en pleno ascenso, se produjo un cierto reajuste de los juicios y las opciones, al filo del siglo de las Luces, de modo que la nueva actitud ideológica fue encontrando poco a poco su punto de equilibrio, alcanzando al fin una serena moderación. Rechazando cualquier dogmatismo y fanatismo, numerosos pensadores se adherirán explícitamente a un cierto eclecticismo, pero de un tipo superior, que no será un vulgar sincretismo. Atraídos por Bacon, Descartes, Gassendi y tantos otros espíritus de vanguardia, conservarán de su mensaje una lección de libertad intelectual y de experimentalismo; pero, de cada uno de sus maestros favoritos, elegirán a voluntad tal o cual método, tal o cual tesis, manteniendo siempre su reserva y a veces sin ocultar su disentimiento con los novatores. Estos eclécticos, que a menudo se llaman escépticos, presentan por otra parte un rico abanico de matices, desde Feijoo hasta Piquer, de Mayans a Sarmiento, de Martín Martínez a Torres Villarroel, etc.

BENITO FEIJOO (1676-1764)

1. El desmitificador del pueblo
Entre esta pléyade de intelectuales a contracorriente de la tradición escolástica, sin duda el más destacado, tanto por su fecundidad como por su difusión, es Feijoo: encarna lo mejor del genio español del siglo XVIII. Nacido en Casdemiro (Galicia), de familia numerosa, acomodada y cultivada, entró pronto en la orden de san Benito, en el monasterio de San Julián de Samos, pasando después a Salamanca, donde estudió y enseñó. En 1709, se estableció en el colegio benedictino de San Vicente, en Oviedo, donde enseñó teología hasta su muerte. Desde su humilde celda, que cotidianamente frecuentaba un ferviente equipo de colaboradores, mantuvo correspondencia con todo el planeta; allí recibió la visita de sabios procedentes de casi todos los países.
A la vez filosófica, científica, política, histórica, pedagógica, literaria, médica y teológica, su obra, que comenzó a difundirse a partir de 1726, le valió pronto una gran notoriedad, aunque también numerosos ataques (como los de Salvador José Mañer y Francisco de Soto y Marne). Su Teatro crítico universal, en nueve tomos, que reunía una gran cantidad de ensayos y discursos (1726-1741), y sus Cartas eruditas y curiosas, en cinco tomos, que conocieron grandes tiradas de impresión y múltiples reediciones y traducciones, constituyen una tentativa sistemática de desmitificación del pueblo español y una valiente promoción de la búsqueda de la verdad, con ayuda de una prudente razón crítica; y esta lucha tiene a menudo el aspecto de una campaña periodística, como ha mostrado Gaspard Delpy (L'Espagne et l'esprit européen. L'Ouvre de Feijoo, p. 22), a pesar de su intencionalidad amplia y profunda. El sabio benedictino quiso desenraizar de su patria (y del mundo entero) todas las supersticiones, abriendo el camino al pensamiento libre e ilustrado. Él mismo lo proclamó: «quiero sí sólo cumplir con mi oficio, que es el de Desengañador del Vulgo, oficio a la verdad honrado y decoroso; pero triste, ingrato y desabrido más que otro alguno. Mi profesión es curar los errores y es cosa notable, que la medicina que aplico a los entendimientos exaspere las voluntades. ¿Qué injurias e insultos no se han fulminado contra mí?» (Cartas, 1. 1, carta XXXVI, p. 6; ed. 1777, p. 286).
A pesar de la incomprensión de los medios ignorantes o sectarios, Feijoo se benefició de notables compensaciones personales. Fue elegido abad de su monasterio y profesor titular de una importante cátedra en la Universidad; el papa Benito XIV lo tuvo en alta estima y le propuso un obispado en América Latina, el cual rechazó por humildad; Fernando VI le nombró consejero real; sus hermanos de orden y alumnos (entre ellos Sarmiento) le quisieron y apoyaron como un solo hombre. Dotado de un gran equilibrio y de una bondad un poco burlona, este polígrafo infatigable fue como ha escrito Gregorio Marañón (Las ideas biológicas del Padre Feijoo, p. 295), «un grande, dulce y socarrón san Cristóbal», que supo lograr el que la cultura hispánica franqueara el río demasiado amplio de varios decenios degenerados, «mientras los mediocres lo lapidaban desde cada una de ambas orillas». Asimismo muy leído en América Latina, donde contaba con adeptos, tuvo como Descartes, la feliz idea de tratar en lengua nacional las cuestiones más elevadas así como los temas más concretos, lo cual aumentó infinitamente su audiencia. A los ojos de la Hispanidad apareció, según la fórmula de Arturo Ardao (La filosofía polémica de Feijoo, p. 17), como un «representante libre de la filosofía moderna». Los cuadernos o pliegos de sus obras eran esperados impacientemente cada año, como los números de una verdadera revista de éxito. Feijoo fue, durante un tiempo, el auténtico «preceptor de la nación» (Maria Ángeles Galino Carrillo, Tres hombres y un problema, pp. 43-87).

2. Un ciudadano libre de la República de las Letras
En la base de todo, Feijoo sitúa la confianza en la razón y en las enseñanzas de la experiencia: «De este modo, por lo que a mí respecta -declara (Teatro, III, 13, p. 35)-, ciudadano libre de la República literaria, ni esclavo de Aristóteles, ni aliado de sus enemigos, escucharé siempre, con preferencia a toda autoridad. priva­da, lo que me dictaren la Experiencia y la Razón». Estrictamente independiente, el monje de Oviedo no tiene más que una veneración, Bacon, a la que sigue, aunque muy de lejos, una cierta vinculación primero con Newton, después con Gassendi, seguido de Maignan, Descartes, Malebranche, Boyle, Locke, las Mémoires de Trévoux, y los diccionarios de Bayle y de Moreri. Su propensión hacia las ideas modernas, que no llega a las de la Enciclopedia o el deísmo, y aún menos al materialismo que aborrece, se mantiene en el recto sendero de Vives y de su reforma de los estudios, sin que ello le impida, por lo demás, admitir ciertas aportaciones de la escolástica e incluso de Aristóteles, por ejemplo en ética y política. Feijoo se considera  cléctico o «escéptico mitigado»; absteniéndose de cualquier síntesis, nunca jura in verbo magistri y no desdeña el traje de Arlequín; su reflexión recorre tanto los antiguos y medievales como los grandes precursores del Renacimiento o del barroco siglo XVII.

3. ¡Abajo el error!
Como trabajo urgente, Feijoo tuvo que dedicarse, en primer lugar, a la caza de supersticiones, si no la de brujas. Era un momento en que en España se imponía ese trabajo de limpieza, antes de que fuera posible siquiera pensar en tareas positivas y constructivas. Campeón incansable de la lucha contra los mitos y los prejuicios, que oscurecían la fe religiosa de las masas populares y a veces incluso de pretendidas élites nobiliarias o intelectuales, tuvo que dedicarse mucho tiempo, con una paciencia de benedictino, a liquidar el oscurantismo.
De este modo arruinó la creencia en las virtudes sobrenaturales de la campana de Velilla, en Aragón, a la que se atribuía el mirífico privilegio de sonar por sí sola para anunciar al país la proximidad inminente de graves acontecimientos. También demostró la ilusión de las llamadas flores milagrosas de san Luis del Monte, que transportaban a los fieles con un entusiasmo ingenuo. Desenmascaró igualmente la impostura de la astrología judiciaria, de los zahoríes, de las Cuevas de Salamanca y de la vara adivina, los años climatéricos, la influencia maléfica de los cometas y los eclipses, o incluso los poderes ocultos de la necromancia, sin hablar de los fuegos fatuos, a los que quitó cualquier significado transnatural, mostrando el mecanismo de su formación. Siempre y en todo, laboriosamente aunque seguro, encontró en la historia el origen humilde o complicado de las leyendas y las prácticas seculares que llenaban de angustia o esperanzas vanas la mentalidad de las masas campesinas o urbanas. Una vocación de saneamiento de la conciencia pública ibérica, víctima de la credulidad, es lo que impulsó a Feijoo a buscar en todo explicaciones racionales de los fenómenos aberrantes, que la incultura atribuía comúnmente a lo maravilloso o demoníaco. ¡Cuántas devociones sórdidas y pseudo misterios destruyó, de este modo, con sólo el soplo de su crítica despiadada, aunque nunca malévola! La religión apareció más pura de las escorias adventicias, y el buen sentido del pueblo se encontró enderezado y fortificado.

4. Solidina e ldearia
Al principio del discurso sobre «El gran magisterio de la experiencia» (Cartas, III, 23, p. 3), una fábula presenta, en el reino de Cosmosia, a dos mujeres malquistadas entre sí desde siempre, pero resignadas por fuerza a compartir el poder: Solidina o la experiencia, e Idearia o la imaginación; la primera representa el método experimental de Bacon; la segunda es el símbolo del aristotelismo, que produce hasta la saciedad una multitud de entes de razón. Durante un largo periodo, Solidina es excluida del mundo de los sabios y no encuentra asilo más que en los simples, mientras que Idearia triunfa íntegramente. Sin embargo, un día sucede que estalla una escisión entre los partidarios de Idearia, bajo la influencia de Papyraceo (anagrama, un poco confuso de Descartes, traduciendo por «papyrus» la palabra «Cartes»); entonces, la mayor parte de cartas descubren la inanidad tanto del peripatetismo como del cartesianismo y, una vez destronada Idearia, vuelven a Solidina, preceptora de lo concreto, gracias al favor de los reyes Galindo (Francia) y Anglosio (Gran Bretaña). Así, el baconismo se encuentra finalmente en la cabeza del Estado.
De hecho, Feijoo, que se considera un «escéptico mitigado» o «moderado», después de dejar de lado la Revelación, al igual que Descartes, opone categórica y sumariamente todos los «sistemas» -que rechaza, en tanto que vanos andamiaje s y demasiado ambiciosos, producto de' las divagaciones de una razón locamente em­briagada de su potencia-- a las modestas pero certeras observaciones del método «experimental» (d. Cartas, «Sobre los sistemas filosóficos», 1. TI, carta XXIII). En su opinión, nuestro espíritu es incapaz de hacer entrar a la fuerza, en el lecho de Procusto de una gran construcción intelectual, a todos los innumerables e infi­nitamente complejos hechos de la naturaleza, y, si pretende proce­der orgullosamente a esta integración dogmática, hará violencia a lo real. Debemos renunciar, pues, a descubrir los grandes principios del cosmos, las causas profundas, y contentamos únicamente con establecer minuciosa y prudentemente los efectos. Positivista antes de tiempo, el maestro de Oviedo se subleva contra las miras excesivas de toda metafísica.
«El que, por razones metafísicas y comunísimas, piensa llegar al verdadero conocimiento de la naturaleza, delira tanto como el que juzga ser dueño del mundo, por tenerle en un mapa» (Teatro, t. II, discurso VITI, p. 19).

5. El empirismo objetivo
Así pues, Feijoo desaprueba y se burla de todo intento de superar los fenómenos para someterlos a una vasta combinación, más o menos homogénea, de conceptos. Según él, la humanidad ha perdido mucho tiempo en dar a luz inmensas síntesis ideales, completamente inútiles, en lugar de aplicarse a la ciencia de lo concreto. Sólo la experiencia es, pues, la dueña de la verdad y de la vida, aunque ella tenga también sus propios límites, que hay que investigar.
Semejante desaprobación de las catedrales de ideas y de sumas doctrinales llevó a Feijoo a batirse en dos frentes: de los escolásticos, inmersos en el aristotelismo, rechaza la metafísica, la lógica y la física puramente verbal, aceptando la ética y la estética, incluso la política, que habrán de atenerse de ahora en adelante al contacto con lo real cotidiano; de los modernos rechaza la superestructura metafísica y física, a la que juzga frágil e incluso a veces falsa (por ejemplo, los torbellinos de Descartes, los átomos de Gassendi y de Maignan), a la vez que se adhiere calurosamente a la física experimental, nacida de las cosas mismas y de la inducción prosaica pero eficaz. Es por ello que sólo Bacon le parece plenamente válido, pues una vez planteadas sus reglas de investiga­ción, se abstiene de toda hipótesis general que no esté apoyada por hechos directamente verificados. Por el contrario, Descartes, aunque su método sea esclarecedor y su matematismo muy fecundo, le parece discutible por su cuerpo doctrinal, se trate del cogito, de las tesis sobre la extensión indefinida, los animales-máquinas, el vacío, el sistema de Copérnico, la duda universal, o los torbellinos; incluso es, indirectamente, peligroso para el catolicismo, por las implicaciones de su actitud. Gassendi, por el contrario, le parece claramente preferible; es admirable por su sentido de lo concreto y por sus procedimientos mecanicistas, así como por su preocupación de conciliar la ciencia y la religión; en contrapartida, es discutible su cosmología atomista, su concepción de la permanencia del movimiento, su fisiologismo, que casi degenera en materialismo, etc. En cuanto a Maignan, es sin duda preferible a Descartes, pues tiene el cuidado extremo de acordar sus ideas con el mensaje del cristianismo; al igual que su discípulo tolosano Jean Saguens, se confiesa escrupulosamente ortodoxo: «De todos los escritos de los padres Maignan y Saguens no han borrado hasta el presente ni una sola coma, ni en Roma, ni en España» (Teatro, tu discurso 1, p. 34). Así, Feijoo defiende a ambos franceses contra Palanco. No obstante, tampoco ellos, según Feijoo, pueden seguirse por completo, pues no están exentos de construcción desmesurada y de imaginación. Toto caelo, más allá de la observación.
Al final de este «pim pam pum» de maestros del pensamiento Feijoo no deja, en sus últimos años, más que a Newton; el gran inglés, que siempre huyó de la tentación de elaborar un sistema, le parece, junto con Robert Boyle y Thomas Syddenham, un genio incomparable. Pero, por temor a la Inquisición, que desconfiaba de Newton por ser protestante y partidario de Copérnico, Feijoo se tomó mucho tiempo para confesar ex cathedra su newtonismo, el cual manifestó muy pronto en sus cartas privadas. Cuando Roma aceptó el copernicanismo (por los consejos del jesuita Boscovitch), Feijoo confesó, sin más reticencias, que desde hacía mucho tiempo era un discípulo del ilustre astrónomo polaco...

6. Charistio contra Teopompa
Contra los doctrinarios de la Escuela, siempre engreídos de su persona y de su saber, y que por pereza de espíritu y un tradicionalismo temeroso y crispado se negaban incluso a iniciarse en el pensamiento contemporáneo, Feijoo recurrió a una divertida sátira alegórica (Cartas, XVI, § 31-34, pp. 227-229). Un viejo escolástico, investido con el bonete de doctor y con todos los títulos de nobleza universitaria, henchido de erudición ontológica y abstracta, Teopompa, en cierta ocasión, en una asamblea de doctos, se encuentra con Charistio, otro doctor tan versado como él en escolástica, pero además muy al corriente de las nuevas ideas metodológicas y científicas. Ante los ojos maravillados del auditorio, Charistio expone a Descartes, Gassendi, Newton, Leibniz, Copérnico, Ticho Brahe, la máquina neumática y el barómetro, Boyle, las deliberaciones de la Royal Society de Londres y de la Académie des Sciences de Paris... Pero Teopompa, vejado por este éxito de su rival, que contrasta con su propia ignorancia en la materia, y aunque apreciando in petto la exposición de Charistio y los avances que revela en los sabios up to date, refunfuña hipócritamente Y tacha los pareceres de los sabios extranjeros de pamplinas, susceptibles de corromper al catolicismo puesto que emanan de herejes; ¿cómo es posible siquiera rebajarse y aventurarse en citar autores impíos? Y Feijoo deplora, por lo que a él respecta, la ceguera de todos los Teopompa de su tiempo y de su patria, así como de otras naciones; si combaten la modernidad, no es a la ligera, sino más bien por astucia y por una maniobra maduramente concertada: «saben bien que el número de necios es infinito y que todos los que lo son se persuaden más por el ruido de las palabras que por la fuerza de los razonamientos» (Ibíd., § IV, 11).

7. Las causas de la decadencia de España
¿Por qué España, antaño culturalmente tan importante, llegó luego a esta decadencia? ¿Cuál era la etiología del atraso intelectual de la Península? Viviendo en aquel marasmo del reinado de Carlos TI y de la guerra de Sucesión, y después en los intentos de enderezamiento bajo Felipe V, protector declarado del célebre be­nedictino, Feijoo realizó en 1745 el diagnóstico de la crisis mental de España. Las seis causas del atraso científico y filosófico de su patria, en la edad moderna, que enumera en sus «Causas del atraso que se padece en España en orden a las ciencias naturales» (Cartas, 1. III, carta XXXI), constituyen, según él, un obstáculo infranqueable para el progreso...
La primera, es el espíritu limitado de algunos profesores. Por culpa de su «corto alcance», estos medio sabios, que de hecho son «ignorantes perdurables», están convencidos de saberlo todo por la sola razón de que poseen la lógica y la metafísica escolásticas. Cuando oyen hablar de nuevos métodos, se encrespan; por ejemplo, el solo nombre de Descartes desata sus risas, por más que nunca lo hayan leído y lo confundan, a fin de cuentas, con el de los demás modernos. Pero olvidan que nadie puede ser condenado sin haber sido escuchado previamente... La segunda causa, es el odio hacia cualquier novedad, sea la que sea. ¿Distinguen los reaccionarios Poncio Pilatos de Poncio de Aguirre? Es cierto que las innovaciones son reprensibles en los dogmas de la Iglesia, pero ¿por qué tienen que serio en las ciencias y en la filosofía? La tercera causa consiste en considerar las conquistas del progreso del conocimiento como inutilidades; pero, al contrario, hay que tachar de superfluas las investigaciones abstrusas y ociosas de los escolásticos. La cuarta causa es la tendencia inveterada de reducir todo el pensamiento moderno a Descartes y englobarlo en la misma reprobación dirigida al autor del Discurso de.l método; de hecho, si Descartes es discutible en muchos puntos de metafísica por contra su método es impecable en física: «ha enseñado a innumerables filósofos a razonar bien»; además el mecanicismo, cuyo instigador es él, se aplica muy bien al mundo material, sin menoscabo alguno de las creencias religiosas; pero sobre todo no hay ningún derecho a convertir toda la filosofía nueva en una filosofía de inspiración exclusivamente cartesiana. La quinta causa es imputable al falso «celo, piadoso sin duda, pero indiscreto y mal fundado», temeroso de que las doctrinas modernas dañen el legado de la fe, ya directa o indirectamente, por el espíritu de libre examen que las ha suscitado; también ahí, la objeción de los filósofos estáticos es inadmisible, pues, por una parte, la Inquisición vigila y, por otra, «cerrar la puerta a toda novedad, es poner el alma en una esclavitud muy dura, es atar la razón humana a una cadena muy corta, es encerrar en una exigua prisión al entendimiento inocente»; así, el remedio es peor que la enfermedad.
Por último, la sexta y última causa es aún más sórdida: es, lisa y llanamente, el resentimiento envidioso de los mediocres contra los grandes espíritus, a quienes aventajan de cien codos y que han realizado descubrimientos sublimes; este orgullo y este rencor de malsana emulación o de celos estuvieron en el origen, entre otros excesos, del asesinato de Ramus, en Saint Barthélemy, despreciador del aristotelismo, fue derribado con el pretexto de que se había pasado al protestantismo, cuando en realidad fue por la superioridad de su cultura, que humillaba a sus adversarios escolásticos. «¡Oh, envidia mal disimulada! ¡Oh ignorancia abrigada en la hipocresía!» ¿Por qué dar muestras de una tal estrechez? Si santo Tomás de Aquino hubiera actuado de este modo respecto a Aristóteles, aquel gran pagano, o Averroes y Avicena, aquellos infieles, ¿no se hubiese privado de estar entre los más grandes sabios de la intelectualidad? ¿Por qué, por el solo hecho de ser heréticos, rechazar como sabios de primer orden a Bacon, Leibniz, Newton o Boyle?

8. Un signo de contradicción
Como muy bien ha percibido María Ángeles Galino (Tres hombres y un problema, p.48) “en Feijóo pugnan dos espíritus: el de su formación tradicional y el de su postura innovadora. El drama de este hombre consiste en sentir como español y pensar como inglés, en leer en francés y escribir en castellano, en una palabra, en argüir con la heterodoxia y concluir con la ortodoxia». Pero, en resumidas cuentas, bajo el velo de conformismo y obediencia, el espíritu nuevo destacó en el valeroso benedictino; como muy oportunamente ha señalado Francisco Eguiagaray (El padre Feijoo y la filosofía de. la cultura de. su época, p. 77), Feijoo, a fin de evitar que su país se asfixiara en una atmósfera demasiado encerrada y viciada por la rutina, supo abrir las ventanas de par en par hacia fuera, es decir al extranjero (G. Delpy recensó hasta doscientos nombres franceses en sus referencias); así logró introducir un vivificante nuevo aire, de modo que reanimó definitivamente la llama languideciente entre las ascuas casi apagadas. Es una pena, verdaderamente, que la noble vía que abrió al pensamiento español con tantas dificultades, fuese al fin tan poco proseguida a su muerte, y que posteriormente no haya sido reemprendida más que muchos decenios después de él.

 

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