MÍSTICA Y ORACIÓN
La cena que recrea y enamora: parte I
“Mira que estoy a la puerta y llamo.
Si alguno escucha mi voz y me abre,
entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo”.
(Ap 3,20)
Alguna vez escribí que la oración es el hecho capital de mi vida y que de ella ha dependido, en no poca medida, mi madurez y la fructificación global de mi espíritu. También escribí que el Dios incómodo de la oración me hace salir desnudo a la intemperie, exige de mí niveles cada vez más altos de conciencia y libertad, destroza con su sola e interpelante presencia el mecanismo de mis mentiras sutiles, la malla impalpable de mis miedos recónditos, la urdimbre de mis inconfesadas neurosis, y que cada vez que con esfuerzo le abro campo a ese Dios de la oración en mitad de mi existencia, Él barre literalmente (no sé con qué empuje vertical, con qué puntería atómica) los pactos secretos que establezco con el tedio y la inercia.
De modo que, a lo largo de casi toda mi vida, he procurado ser un hombre de oración. Aunque, por supuesto, también arrastro una voluminosa carga de deslealtades en este ámbito: muchísimas veces no he orado como debía; por desatención y negligencia he abandonado o realizado a medias el trabajo psíquico y espiritual que implica situarse en la presencia de Dios y hacer que los propios actos se conviertan en ecos de ese perseverante trabajo; e igualmente en numerosas ocasiones me han ganado la batalla interior el ruido, el ajetreo y la cotidianidad sometida a la falta de centro: la “diversión” pascaliana, en una palabra.
El descubrimiento de la oración fue muy temprano en mi existencia. Se inició ya en la niñez. El silencio de la capilla del colegio condensaba para mí, incluso sensorialmente, la atracción que me producía una presencia, desde el punto de vista cualitativo diferente de todas las demás, que siempre permanecía, tácita pero experimentable, aguardándome, convocándome. San Agustín en Las Confesiones, afirma que cuando él dice que ama a Dios habla de un color, un olor y un sabor muy específicos, que integran esa suerte de atractivo sensible emanado por la presencia de Dios en el último fondo de la propia interioridad. Desde mi infancia me ha sido dado reconocer ese color, ese sabor y ese olor que no se confunden con ningún otro y que siempre acompañan a la certeza, igualmente vívida para el niño que yo era, de tener una cita entrañable con Alguien, viviente en aquel silencio pero que me esperaba de modo permanente en lo profundo de mí mismo, donde Él respiraba a sus anchas si yo intentaba acordar los ritmos de mi subjetividad con el de esa respiración.
Posteriormente, estudiando ya secundaria y, sobre todo, durante los años transcurridos dentro de la Compañía de Jesús, se afianzó, consolidó y ensanchó mi vivencia personal de la oración, no sólo de manera práctica sino también teórica (tengo contraída una gran deuda de gratitud con algunos libros para mí cruciales en esta materia). Pero puedo afirmar que, habiendo dejado desde hace casi cuarenta años de ser un jesuita, y orgulloso como estoy de saberme laico, ninguna otra experiencia existencial, ni estética, ni erótico-afectiva, ni sensual, se compara en magnitud vital a la que en mi vida ha significado la oración. Durante los años en los que, por diversos reacomodos mentales, puse entre paréntesis mi fe religiosa, la oración era mi nostalgia secreta y continua. Volver a la práctica de la fe representó el gozo indesmentido de reencontrarme con ella.
Pero éste es el momento de aclarar un malentendido que se ha suscitado con respecto a mí. Como he escrito varios textos sobre la oración y mi experiencia como orante (incluso un alumno de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela está escribiendo su tesis de licenciatura en torno a la relación, en mi trabajo literario, entre poema y oración), alguna gente, en parte por ingenuidad y en otro sentido por ignorancia, me han calificado a mí de “místico”. Y esa calificación encierra una crasa falsedad. Deseo a este respecto relatarte una anécdota autobiográfica que ilustra bien la naturaleza de aquel equívoco. Siendo yo un estudiante jesuita de filosofía, mi director espiritual era un teólogo y profesor de ética en varias facultades de la Universidad Católica. Un día, después de una conversación que sostuve con él, me dijo que le parecía que yo estaba accediendo a ese nivel de la vida espiritual que Teresa de Ávila denomina quinta morada, signado por ―son también palabras de la santa carmelita― la “oración de quietud”. Voy a explicarte brevemente de qué se trata.
La vía mística para Teresa transcurre a lo largo de siete etapas, que para ella son a la vez espacios de la interioridad y determinados lapsos de tiempo. A esas etapas ella las llama Moradas. En la primera morada el sujeto todavía permanece volcado hacia las solicitaciones de su entorno ―no hay que olvidar que el trayecto teresiano es un proceso de progresiva interiorización hacia el centro mismo de la subjetividad humana, habitado por la presencia vivificante de Dios.
Por eso, tanto la primera como la segunda moradas son etapas de autocontención y disciplina: se trata de escuchar la convocatoria abismal que viene del interior y reorganizar la existencia en función de atender a esa convocatoria. En la tercera morada se produce una crisis: una extraordinaria sequedad íntima y persistente impide todo gozo durante la oración; ésta se vuelve desabrida, un muro opaco se interpone entre el orante y su universo interno. Es una señal que el sujeto debe calibrar, tomando conciencia de la necesidad de trascender la máscara de ejemplaridad religiosa que a estas alturas caracteriza su percepción de Dios y de sí mismo, para abandonarse cada vez más a una confianza ensanchada por la espera. En el seno de esa confianza expectante, el sujeto es abierto a otro ritmo, a otro desacostumbrado pentagrama de música interior, dentro del cual la melodía no es impuesta por él, por sus egóticas demandas, sino por Otro que orquesta sinfónicamente sus lapsos y sus plazos. En la cuarta morada empieza la trayectoria mística propiamente dicha: por debajo de los pensamientos e imágenes que pueblan la mente del orante, éste experimenta una especie de dulce sosiego, de paz extraña y sabrosa que lo conecta con lo profundo de sí mismo y le obsequia la certeza de que Dios mismo está actuando, hasta sensitivamente, en su interioridad. Es lo que Teresa denomina, en Las Moradas, “oración de recogimiento”, signada por lo que ella llama “gustos”, diferenciándolos de los “contentos”. Estos últimos son las alegrías y satisfacciones que se experimentan connaturalmente al entender o imaginar cosas relativas a Dios y que provocan gozo y tranquilidad mientras se medita en ellas. Los “gustos” ―y la “oración de recogimiento” los involucra― son suavísimas palpitaciones de alegría que no tienen causa aparente, porque pueden presentarse en cualquier momento, y que dilatan la subjetividad, centrándola, interiorizándola y haciéndola comulgar, de modo espontáneo, con Dios.
La “oración de recogimiento” representa el preludio de la “oración de quietud”, protagonista de la quinta morada: dentro de esta última el hombre o la mujer no puede pensar durante la oración, se siente irrevocablemente llamado a no aplicar el entendimiento racional y discursivo al orar; por el contrario, una suerte de quieta pero imponente eclosión afectiva ocupa el primer plano de su conciencia: todo él está invadido, engolfado por ese oleaje afectivo que ya le impide discurrir, meditar como lo hacía antes (para Teresa meditar consiste precisamente en pensar delante de Dios), e inclusive imaginar a voluntad. Ello se vuelve ahora imposible: la “oración de quietud” trasciende por sí misma la mecánica discursiva del pensamiento especulativo e instala al ser humano en una nueva y decisiva etapa del trayecto místico donde lo que cuenta no es la actividad voluntaria del sujeto sino, por así decirlo, su pasividad consciente, su abandono, su “dejarse” hacer ante la iniciativa amorosa del Otro.
Pues bien, volviendo a la anécdota que empecé a narrarte, ésa era la etapa, la de la “oración de quietud”, a la cual yo, según mi director espiritual, había llegado. Cuando escuché tal diagnóstico de mi vida espiritual, no sólo me quedé perplejo, sino que también me hinché interiormente de autosatisfacción, del peor tipo de vanagloria que existe: la vanagloria religiosa, muy propia de la mentalidad farisaica, aquella para la cual la virtud y la calidad espiritual interesan porque simplemente refuerzan la positiva imagen mental que se tiene de sí mismo. Ya me creía un místico… Tardé pocas semanas en darme cuenta que mi director espiritual estaba equivocado: yo no podía dejar de pensar mientras oraba, para mí la aplicación del pensamiento racional y discursivo a la materia mental de la oración constituía una necesidad imperiosa. Y es así hasta el día de hoy. Si el arranque verdadero de la vía mística es la “oración de quietud”, yo no he sido ni soy un místico: siempre me he desenvuelto, como orante, en el ámbito de las primeras cuatro moradas. De modo que aquellos que me califican de místico sencillamente no saben lo que dicen.
A estas alturas de mi existencia he llegado a comprender que conmigo Dios sabe lo que hace: si él me concediera la gracia de la “oración de quietud”, ello enseguida sería para mí un motivo de presunción, alimentaría en mi caso la hoguera de las ínfulas egóticas; tal vanidad terminaría por mermar y agostar el impulso espiritual que me lleva a la oración.
De modo que, de alguna manera, yo persisto en el ABC de la vida de oración, en los primeros pasos de ésta, caracterizados por las formas discursivas de la meditación, que exigen la a menudo penosa puesta en juego del entendimiento, la memoria, la imaginación y los sentidos para finalmente suscitar los movimientos de la voluntad. De todas maneras, y esto es algo que todo orante sabe por experiencia, el rol del pensamiento discursivo-racional es en la oración secundario. La oración se realiza de verdad cuando se produce un “toque” sensible en la afectividad, cuando accedemos a una especie de renovada “conciencia afectiva” de las cosas, cuando un cierto acorde de la atención “erótica” ante los objetos, materiales, psíquicos o espirituales resuena en nuestra interioridad (entendiendo por “erótica”, a la manera de Freud, como la fuerza interna del deseo que nos hace hambrear más y más vida, más y más energía vital), propulsando a veces una inédita captación del mundo. La inteligencia, en la oración, sólo cumple el papel de desbrozar el camino por donde entra esa epifanía afectiva. Ignacio de Loyola lo vio claro cuando escribió en el libro de los “Ejercicios Espirituales”: “No el mucho saber harta y satisface el ánima, sino el sentir y gustar las cosas internamente”.
Así pues, el genuino peligro al meditar radica en intelectualizar la oración. Ese es un peligro muy propio del hombre y la mujer occidentales y es la constante tentación de mi experiencia como orante. La oración no es un lapso de tiempo dedicado a la introspección analítica, ni a la vivisección racional, ni al sopesamiento epistemológico de la realidad. En eso están de acuerdo todas las tradiciones espirituales de la humanidad, y la mística es la forma más alta y acabada de la oración, la meta que está implícita en ella. Todo hombre y mujer orante conoce por experiencia que incluso cuando medita, cuando piensa, imagina o recuerda mientras ora, debe acallar el ruido interior que produce la máquina discursiva del pensamiento, con el objetivo de privilegiar el “sentir y gustar” internamente la textura mental de la materia sobre la cual está orando o, también, el relámpago de la intuición, que ilumina de modo global, penetrante y con frecuencia insólito esa misma materia.
¿Qué busca el koan que el maestro zen le propone al discípulo, esa especie de acertijo o parábola aparentemente absurdos (por ejemplo: ¿Cuál es el sonido cuando se aplaude con una sola mano?), sino arrancar de raíz la pretensión vorazmente especulativa del pensamiento discursivo para hacer acceder al sujeto al momento iluminativo del satori, dentro del cual una súbita intuición omniabarcante, meta racional, tiene la última palabra?
Hay místicos más especulativos, (pienso sobre todo en Meister Eckhart) que otros, pero todos nos alertan acerca de la necesidad de que el intelecto se subordine durante la oración a la demanda insondable del deseo afectivamente constituido. San Juan de la Cruz al evocar un rapto místico habla de un “entender no entendiendo (…) toda ciencia trascendiendo”.
Se desprende de ciertas anotaciones contenidas en los Diarios de Robert Musil, el escritor austríaco, que una de las características más llamativas de los hombres de ciencia con los que él trataba todos los días era que siendo inteligencias superiores llevaban vidas emocionalmente vulgares y mediocres. Esta división existencial representó el escollo que sorteó con éxito, en los albores de la civilización occidental, la filosofía griega. Esta quiso ser siempre, no una pura especulación intelectiva, sino más bien una terapéutica del alma, elaborada por y para todo el hombre, integralmente concebido: mente y corazón, intelecto y sentimiento, razón y emoción. Los místicos siempre nos han alertado sobre la exigencia ética que se desprende del acto mismo de orar: que toda nuestra vida cotidiana se parezca a la meditación y a la oración que hacemos. Por eso mismo la teología de los místicos es una teología de rodillas (como dicen que, en la baja Edad Media, pintaba sus cuadros Fra Angélico).
Para evitar la intelectualización de la oración y lograr la simplicidad o sencillez que comporta toda auténtica contemplación (para Santo Tomás de Aquino contemplar consiste en “el disfrute sencillo de la verdad”), a través de la cual la actividad del sujeto se reduce a acoger la presencia amorosa que se le otorga por pura benevolencia, desde hace unos meses estoy experimentando un método en realidad muy antiguo (se remonta a los Padres del desierto, en los primeros siglos del cristianismo) que consiste en la repetición dulce, acompasada y sosegada de un mantra durante veinte minutos por la mañana y veinte minutos por la tarde (el mantra es una palabra o frase corta). Esa es toda la oración. Es como si se cantara el mantra interiormente.
El objetivo consiste en hacerse uno con el sonido interno de la palabra o de la frase, o, mejor dicho, con el proceso de su enunciación, de su canto interior. Se trata de convertirse uno en el sonido mismo. La palabra o la frase absorben toda la atención. De ese modo se consigue una oración simple, unificada, que involucra al hombre entero: el corazón, el entendimiento y los sentidos. Pero aún no me decido a abandonar la teresiana meditación, no sé si por mera inercia del hábito o porque en mi vida ha rendido frutos psíquicos y espirituales abundantes. Lo que sí hago con frecuencia, ya repita el mantra o ya medite, es terminar mi rato de oración como lo hacia Simone Weil a comienzos de la década de los cuarenta cuando trabajaba con los campesinos de la Francia Meridional en la recolección de la vendimia: recitar mentalmente, despacio y con toda la atención de la que soy capaz, el Padre Nuestro.
Entonces, no soy un místico pero, como te decía, he procurado y procuro ser un hombre de oración. Eso es lo único que, en resumen, le pide Teresa a su lector: que se atreva a orar, venciendo la inercia, el prejuicio y la mera comodidad existencial. Si lo hace, si tiene el coraje de hacerlo, iniciará, aun sin saberlo, una dinámica interior que ya no se detendrá, repleta de hallazgos, de aventuras, de inesperados reacomodos que vuelven más bella la vida, de inéditas perspectivas desde las cuales encarar con renovado asombro el prodigio que es existir sobre la tierra. Yo he aceptado esa invitación. Y no me arrepiento de ello; antes al contrario, lo agradezco como un don y un privilegio inmerecidos.
Hablando de dones y privilegios inmerecidos, deseo en este momento decirte que, a pesar de que en el estricto sentido de la palabra disto de ser un místico, a los veintiún años de edad fui protagonista de una experiencia esencialmente mística. Sucedió en la capilla de una casita de La Pastora donde vivíamos seis estudiantes jesuitas de filosofía bajo la tutela de un entrañable superior, por supuesto mucho mayor que nosotros. Estaba yo haciendo oración cuando de pronto el silencio se transformó en un abismo macrocósmico, dentro del cual se hizo psíquica, e incluso sensorialmente, tangible una presencia que disolvía todas las nociones y todos los conceptos y todas las palabras que yo conocía referentes a Dios: era un vacio total y, sin embargo, al mismo tiempo Alguien, sólo que literalmente innombrable, a quien no podía aplicar el contenido de ninguna imagen hasta ese momento concebida por mí. Y el núcleo de lo que ese abismo me manifestó en aquella ocasión con el solo despliegue fáctico de su presencia consistió en una crucial toma de conciencia de que ella, esa infinita plenitud vacía, más causante de dicha y paz de lo que yo había imaginado y experimentado nunca en mi relación con lo divino, estaba en el fondo de todo lo que yo deseaba; de modo que lo que este Alguien inimaginable quería era lo mismo que lo que deseaba mi deseo. De repente caí insondablemente en la cuenta: qué absurdo, qué estúpido, qué imposible resulta no querer lo que Él quiere, porque ello no significa otra cosa que no querer lo que quiero.
Este es el contenido de aquella experiencia interior, ocurrida hace cuarenta años, cuya melodía espiritual se prolongó en mi mente y mi cuerpo a lo largo de varias semanas. No voy a seguir hablándote de ello: temería enlodar publicitariamente una intimidad sagrada. La palabra “mística” viene del vocablo griego “myen” que significa “cerrar la boca”. Un místico solo habla de modo indirecto de sus vivencias. Si he decidido comunicarte lo referente a tal experiencia lo hago con el propósito de señalarte que Dios es totalmente impredecible: quebranta, cuando así lo quiere, moldes, métodos y expectativas doctrinales ya consabidos y consagrados. Si tuvo a bien mostrarle al hombre irrisoriamente imperfecto que era yo a los veintiún años, como lo continúo siendo a los sesenta y uno, un destello repentino de su naturaleza, es porque no se somete a esquemas previos: siempre resulta sorprendente e inédito. Lo expresa bien la audaz y sabia ironía de estos versos de Ernesto Cardenal:
“Oración de quietud”, después de “unión…”
Santa Teresa tiene el Vademécum.
Rompe conmigo tus esquemas.
Aunque tengamos una relación clandestina, ilícita”.
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